A propósito de la
novela histórica
El primer tetrarca
Gregorio Muelas
Valencia, Olé Libros, 2021, 299 páginas.
Lo siento por mi amigo Gregorio Muelas, a quien aprecio y
admiro, porque su novela El primer
tetrarca me va a servir de pretexto para cuestionar un sugbénero literario
que admiré como es el de la novela histórica. Pero no me interesa su deriva
desde principios de este siglo. Si en los años ochenta padecí la enfermedad de
la novela negra, en los noventa sufrí un ataque de novela histórica pero no
tradicional sino transgresora: con más invención y ficción que historia porque
las asignaturas de Historia que se estudiaban en la carrera de Filología
ayudaban a distinguir las virtudes y las diferencias entre discurso histórico y
discurso de recreación histórica.
Nadie me puede acusar de odiarla. Uno de los cursos de
doctorado que elegí hace treinta años fue La
novela histórico-romántica en España.
Hay que ver cómo me interesa llegar a conocer personajes y sus aventuras en un
marco del pasado. Pero dado mi ímpetu en los confines de lo juvenil, no permanecí leyendo y estudiando El señor de
Bembibre de Gil y Carrasco, El doncel
de don Enrique el Doliente de Larra o Sancho
Saldaña de José de Espronceda, además de joyitas como Ni rey ni roque de Patricio de la Escosura o La conquista de Valencia por El Cid de mi olvidado paisano
Estanislao de Cosca Vayo (o Kostka). Y, por supuesto, novelas extranjeras capitales como
las de Walter Scott, Manzoni o Flaubert.
Pero no me quedé ahí. Viendo el giro que había dado al
subgénero Umberto Eco en 1982 con El
nombre de la rosa, me aproximé a sus nuevas características. Y sobre todo a
la excelente novela histórica hispanoamericana, con ejemplos deslumbrantes
sobre dictadores o maravillas como las de Alejo Carpentier, capaz de construir
una narración al modo tradicional como El
siglo de las luces como otra disparatada y casi distópica como El arpa y la sombra con la supuesta
beatificación de Cristóbal Colón. Los ensayos de Fernando Aínsa y Seymour Menton
me permitieron ser testigo de la fortaleza de la llamada “nueva novela
histórica” y podía encontrar su teoría reflejada en grandes trabajos, a veces
rebosantes de experimentalismo, como Noticias
del Imperio de Fernando del Paso, La
tragedia del Generalísimo de Denzil Romero o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Incluso advertir que además de
por su ubicación en el pasado eran el punto de vista o la intencionalidad del
autor necesarios para determinar si una novela era histórica, porque no era
suficiente lo expresado por Georgy Lukacs en su fundamental ensayo: ubicar la
novela en tiempo lejano que el autor no haya vivido ni conocido. Pero La novela de Perón de Tomás Eloy
Martínez, nacido en 1934 por lo que fue testigo de la época del dirigente
argentino, desmontaba el argumento porque se había propuesto narrar desde una
óptica distanciada y con distintos registros próximos a la crónica histórica. Había
un fondo de estrategia literaria para definir el subgénero. Incluso podíamos
vislumbrar dos tendencias vigentes: la tradicional y a veces arqueológica y la
innovadora. Pero también descubrí que la novela histórica servía para
cuestionar el presente -también presente en el Romanticismo en diferentes dosis-, como demuestran las novelas del dictador latinoamericano,
que en España sirvieron para ahondar más en la agonía del franquismo. El pasado
como medio de comprensión del presente, algo que me interesaba más que su
reconstrucción fidedigna.
El caso es que de aquello podemos impartir un curso sobre las
posibilidades del subgénero. Pero me horroricé cuando vi el éxito comercial de
la novela histórica con una fórmula donde no hay una reflexión sino un trabajo extenuante
de documentación para demostrar la superioridad intelectual del autor o su dominio sobre el lector, en las ocasiones más comerciales muy de Wikipedia o, al
contrario, realizado por alguien que es historiador por encima de novelista
(pobre Gore Vidal), olvidando que el lector de novela no debería leer un libro
de historia porque al final acaba creyendo que la ficción es historia o
viceversa. Eso desvirtúa la disciplina hasta dar a parar con un revisionismo
mentiroso: nunca hay que confundir novela histórica con manual histórico. Pero más aún me distancié cuando la historia era un decorado solo al que viajar
para no hincar el dedo en una problemática actual por conservadurismo o por ser
políticamente correcto: un pretexto para contar historias de asesinos, thrillers, esoterismos, creencias o
amoríos. Pero sin la corrosión ni la maestría de El perfume de Patrick Süskind. Cuando no, el relato de la
antigüedad, digno de la especulación bañada de rigor histórico al aportar tanto
dato que olvida la narración.
Diría que en el siglo XXI la
novela histórica ha perdido su condición de adalid de la posmodernidad. Ya no
cuestiona porque todo es interpretable y hay que desconfiar de las versiones
que vienen dadas por cualquier poder o por la Historia como disciplina:
adoctrina como un libro de historia, y a veces de postulados muy reaccionarios
tomando por bandera el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, lo cual tiñe de
nostalgia por una vuelta a épocas no siempre brillantes. Cuando no es una
historia detectivesca, lo cual me exaspera porque no soy de los que leyeron El Quijote de joven sino aventuras de
Sherlock Holmes y, si nos vamos al papel del receptor en la comunicación
literaria, a la llamada Estética de la Recepción, es él quien considera o no el
que su lectura es novela histórica porque lo que está interpretando en su
proceso receptivo se ubica en un pasado que no conoció y que se imagina por las
descripciones de las narraciones, los grabados o las películas. Y ya no
hablemos de amores imposibles, porque entonces el romance pervierte la realidad.
Por supuesto, historia negra con asesinatos, más una pizca de erotismo si es
necesario, que eso hace rentable una novela y da apariencia de modernidad o de
humanidad. Lo cierto es que se puede mentir deliberadamente o utilizar
anacronismos en una novela histórica pero sin tratar de pasar por historia lo
que es simplemente una novela: dejando claro el avance narrativo y un ritmo
inherente al género. Y, por favor, pongan las digresiones en la narración, no
como excurso metido con calzador.
Pero cuando un texto penetra en
lo esotérico ya me pierdo del todo. Esos templarios, esas tablas de Flandes de
Pérez-Reverte, todo un modelo de novela histórica del aburrimiento por sobrarle
trescientas páginas a cada libro (sigo creyendo que su mejor narración
histórica fue La sombra del águila,
una nouvelle de poco más de cien
páginas), esos códigos Da Vinci, esos manuscritos encontrados con secretos que
cambiaron la historia, la especulación para generar confusión o teorías
conspiratorias, esos piratas implicados en la lucha entre el bien y el mal, y
esa Roma como ejemplo de traiciones, puñaladas traperas, celos, corrupción y
actos que poco bien hablan de ella, y así justificar la ruindad que nos rodea,
cuando no todo en Roma era como quiere un autor pero hay que dar una imagen de
ella como espejo de nuestra sociedad de la podredumbre y las felonías. Está
bien descubrir el pasado en la novela y penetrar en el pensamiento de los
personajes pero sin caer en el anacronismo cuando se pretende ser arqueológico porque
muchas veces los personajes parecen seres del siglo XXI y las apostillas a sus costumbres
son meras poses de una intelectualidad más propia del estudio académico que de
la construcción del discurso de la ficción. Cuando no nos rodea el mal de las
biografías ficticias, que tanto desvirtúan un personaje y muchas veces lo
falsean en lugar de ofrecerlo como ser humano, como pretenden. No todo son Memorias de Adriano de Marguerite
Yourcenar.
Por todo esto huí de la novela
histórica actual. Solo hubiese faltado que Grey el de las sombras se hubiese reencarnado en Giacomo Casanova. Encima, en las últimas que he leído he contemplado un
retroceso hacia los esquemas de la narración histórica romántica. Mucha
descripción y detalles, como si ahora nos hiciera falta que nos explicaran cómo
era un circo romano o un castillo medieval cuando ya lo sabemos, con un alarde
de erudición digresiva que tapa la diégesis novelística. Que Gil y Carrasco se
extendiera en descripciones de lugares bercianos era entendible porque en la
primera mitad del siglo XIX no existía el cine o el documental televisivo
elaborado por historiadores ni los estudios habían avanzado como para que conociésemos
láminas, monedas, vestigios arquitectónicos o inscripciones de épocas
pretéritas. Cuando no se nos cuentan batallitas del abuelo donde debería
importar menos la disposición de los ejércitos con su terminología en lugar de
las sensaciones y pensamientos de los personajes cuando están en plena lucha o
sus consecuencias.
Pero estas son opiniones
personales. Intereses como lector que ha visto un renacimiento literario
ilusionante derivado en mercadotecnia y auge comercial. He repetido oralmente
que si Umberto Eco hubiese sabido que El
nombre de la rosa con esa mezcla de subgéneros en un marco histórico tan
magistralmente trazado, iba a tener tantos epígonos efímeros, no la habría
escrito. Es una broma pero la hipérbole a veces está cerca de la realidad. Ya
dijo Mario Benedetti que lo malo no era el pecado original sino su fotocopia. Y
es lo ocurrido con la reciente novela histórica donde la historia entra imperial
bañada de un tenue efecto de ficción novelística porque vende más que un ensayo
o porque permite una especulación rayana en la ciencia-ficción.
Dicho todo esto, paso a comentar
el libro El primer tetrarca de mi
amigo Gregorio Muelas. Es una persona
que aprecio muchísimo. Compartimos tareas en una asociación literaria y admiro
su impulso de la magnífica revista Crátera
junto a “mi hermano”, como él le llama, José Antonio Olmedo López-Amor. Creo en
su potencial creativo y en su capacidad impulsora en este ámbito tan difícil. Y
ese potencial se advierte en su novela, que como narración histórica es
interesante.
Se nota demasiado que Muelas es
historiador. Y ese peso de la historia se manifiesta en el interés dominante por
su reconstrucción del pasado. Es de alabar su enorme trabajo de documentación
sobre una época oscura de la Roma antigua, así como su rigor en el uso de sus
fuentes y su fidelidad a la realidad histórica. Disfrutará quien desee conocer
el último cuarto del siglo III después de Cristo, con la anarquía militar y una
nueva guerra civil en ciernes en el Imperio con la llegada al poder de
Diocleciano, pacificador y creador de un nuevo sistema de gobierno, la
tetrarquía, hasta llegar a la aparición de otro gran líder en la parte oriental
del Imperio, Constantino. Hay que alabar que sea capaz de manejar tantos
aspectos y la mejor bibliografía sustancial de la época y sobre la época.
También hay que alabar su pericia
en la construcción, con una estructura ordenada en cuatro bloques, liber, encabezados por una ubicación
espacial y temporal. Uno primero de la lucha de Constancio contra los pictos, y
Constantino viajando a Britania a ayudarle. El segundo entre la muerte de
Constancio en 306 y las campañas de Constantino en la frontera germana, en el
que destaca su repudio a su esposa Minervina para desposar a la princesa Fausta,
hija de Maximiano, y así consolidar su poder. Mucha intriga palaciega a lo
Robert Graves. El tercero es una retrospección al año 305 y al palacio de
Dalmacia donde Diocleciano se ha retirado. En Spalatum vive sus últimos días y
realmente descubrimos que ahí es donde empezaba la novela si hubiese tenido un
orden lineal de los acontecimientos. Y un cuarto libro con los episodios
históricos de Majencio, el usurpador que utilizó la violencia para conseguir el
trono y desestabilizar la tetrarquía. Todo para demostrar que el Imperio ya
estaba en descomposición y amenazado por los pueblos bárbaros del limes. En cada capítulo, cartas
privadas, el momento donde Muelas se acerca más al pensamiento individual de
los personajes, una finalidad de la literatura epistolar. Todo rematado con un
epílogo con una “Praelocutio”, preámbulo de la conclusión del primer tomo con
remate de cenotafio con la inscripción “Roma entera es la tumba de Maximiano”,
y una pieza teatral breve sobre la caída y muerte de Maximiano. Excelente
conclusión dramática.
Y es esta conclusión dramática lo
más acertado literariamente hablando. Porque es ficción en estado puro: la
reconstrucción del enfrentamiento Constantino – Maximiamo por el poder. Porque parte
de la novela no alcanza aire ni ritmo. Muelas, como historiador que es, se
preocupa sobre todo por ser fiel a los documentos y reproducir hasta la
saciedad elementos romanos, aunque invente ficciones. La escritura es demasiado
rígida e impide una carrera de los acontecimientos. Ya pone en guardia tanta
palabra liminar, una introducción de Juan Ramón Barat que resume tan bien la
novela que permite situarnos en ella mejor que el propio discurso, y una
“Praefatio” justificación de las razones de Firminiano para escribir los rollos
por encargo de “mi señor, Constante”, hijo de Constantino el Grande. Más bien
un trasunto del propio Gregorio Muelas, manifestando que ha tardado tres años
en escribir esta historia, con apelación al lector
in umbra incluida como remate.
No sé para qué aparece la Dramatis Personae del comienzo. No nos
resulta necesaria y ya que las notas a pie de página son tan excesivas, podría
haberse incluido la filiación de cada personaje en ellas en el momento de su
aparición. O simplemente haber construido la narración con más habilidad a la
hora de trazar las relaciones interpersonales. Tanto dato despista e impide
lograr un ritmo de lectura novelístico.
Por otro lado, el carácter
poético en determinados momentos de la prosa está muy bien. Pero de vez en
cuando se escapa algún desliz. Ya al comienzo “se había dejado sentir el claror de las primeras
luces del alba rebotado en las brillantes aguas de aquel mar”. Con “claridad
del alba con sus luces brillando en las aguas de aquel mar” era suficiente. ¿Y
qué mar? Ahí podría decirse “el mar de Spalatum”, la actual ciudad croata de
Split. Por eso, la perspectiva de tanta escritura en latín no acaba de
funcionar, porque da la impresión de aprovechar cualquier resquicio para dar una lección de conocimiento de
civilización romana. Siempre se podría haber aprovechado la estrategia del
manuscrito encontrado, hubiese sido lo fácil. Muelas lo ha eludido y decide
ponerse como un cronista romano que se dirige a un lector de aquella Roma y lo
respetamos.
Los acontecimientos se suceden y
echamos de menos cierta profundidad en los personajes. No todo eran tramas y
astucias o luchas contra los pueblos por domesticar. Sin embargo, se agradece
la frescura de la escritura confesional, posiblemente el más acertado de los
registros diversos utilizados. Está mucho más brillante Muelas cuando habla de
motivaciones de los personajes que centrándose en descripciones de batallas.
El primer patriarca es un debut aceptable. Encantará a los amantes
de la Historia pero no tanto a quienes creemos que la literatura potente radica
en darle potencia a los personajes. Y esa fortaleza debe carecer de filtros que
disminuyan su perceptibilidad como seres que existieron pero están siendo
recreados desde la ficción para que los conozcamos mejor. Para leer Historia,
acudo a un manual de Historia porque estará en su registro correcto. Para leer
literatura, necesito inventio, aunque
la dispositio y la elocutio sean brillantes.
Pero si le gusta la historia
romana, lea este libro porque le resultará curioso conocer esos tumultuosos
años por medio de una narración apasionante.Otra cuestión es lo que yo piense de un subgénero devaluado y maltratado.
J. V. Peiró