El trueno cae y se queda entre las hojas

miércoles, 19 de enero de 2022

 

Poesía del asalto

Las razones del hombre delgado

De Rafael Soler

Nueva York, New York Poetry Press, 2021, 161 páginas.

 



Les envío a Google para encontrar las referencias de este gran poeta y novelista valenciano, Rafael Soler (1947), con una obra prolífica posterior a un parón en su producción de dos décadas. Es el autor de esta tierra más editado en los últimos años. Y ahora lo hace en la prestigiosa New York Poetry Press, en cuya colección convive un buen número de los poetas hispánicos más importantes, con Las razones del hombre delgado.

Llamo a esta obra poesía del asalto. Porque el lector se dispone a la lectura tranquila de uno de sus poemas y repentinamente se ve asaltado por el asombro por sorpresa, casi a traición, con una palabra que golpea la placidez de la lectura  por su aparente inconexión con el sentido del verso anterior o su descontextualización como arma para profundizar en conceptos y sensaciones líricas. Lo placentero deriva en inquietud. Como dice Gamoneda, Soler libera las palabras cargadas con poderes surreales y las engarza en una sintaxis también liberada hasta de puntuación. “Notará en los comienzos / un desplome maxilar / frío en el costado”, nos dice. Corta ahí para seguir con otra estrofa, “y el borboteo / que todo adiós provoca”. ¿Tiene sentido? Mucho. Es la muerte, que será la de todos. Pero hay que vivirla como una certeza por lo que la templanza debe acompañarnos.

Todo lleno de imágenes irracionales, súbitas expresiones incandescentes, con un sentido escalofriante para acercarse al misterio de la vida y de la muerte. El verso es el arma para refugiarse del destino escrito y así decir que muero porque no muero (perdón Santa Teresa). O para atacar al pesimismo y a la estupidez humana. Por eso, su poesía  es una esperanza, una llama que sobrevive a la existencia donde lo lúdico, como lo gastronómico y el buen alcohol tan recurrentes, debe estar presente para disfrutarla. Es por ello, que los versos rezuman optimismo a pesar de ciertas situaciones feístas o sarcásticas.

Con la vida presente en la muerte gracias a las muchas perplejidades que combina Rafael Soler para asediar al lector. Su hermetismo es solo aparente porque nos habla de “desvivir y desmorir”, como en el poema “Con méritos probados”. ¿A qué santo el cuero se apoca por lo que hay que disculparse (“Disculpe usted”) : puñetazos de la palabra para no dejar indiferente al lector. Y formalmente con una buena variedad de versos pero siempre guardando el ritmo inherente a la buena poesía en sus combinaciones con golpes matemáticos para capturar el caos léxico.

Un poemario de los que dejan huella. Con los opuestos y contradicciones llevadas al extremo, como en Ácido almíbar (2014) de uno de sus anteriores libros. ¿Por qué no unir las diferencias? Dan sentido a nuestra existencia porque está llena de momentos tristes y alegres. Plagada no, por favor, que la vida es bella y hay que aceptar que un día se termina como todo lo bueno. Vivimos en un balanceo de contrastes y nadie mejor que Rafael Soler para recordárnoslo incluso con un sentido optimista y vitalista. Y nada de vagas moralidades: a vivir que son dos días.

J.V. Peiró

viernes, 14 de enero de 2022

 

A propósito de la novela histórica

El primer tetrarca

Gregorio Muelas

Valencia, Olé Libros, 2021, 299 páginas.



Lo siento por mi amigo Gregorio Muelas, a quien aprecio y admiro, porque su novela El primer tetrarca me va a servir de pretexto para cuestionar un sugbénero literario que admiré como es el de la novela histórica. Pero no me interesa su deriva desde principios de este siglo. Si en los años ochenta padecí la enfermedad de la novela negra, en los noventa sufrí un ataque de novela histórica pero no tradicional sino transgresora: con más invención y ficción que historia porque las asignaturas de Historia que se estudiaban en la carrera de Filología ayudaban a distinguir las virtudes y las diferencias entre discurso histórico y discurso de recreación histórica.

Nadie me puede acusar de odiarla. Uno de los cursos de doctorado que elegí hace treinta años fue La novela histórico-romántica en España. Hay que ver cómo me interesa llegar a conocer personajes y sus aventuras en un marco del pasado. Pero dado mi ímpetu en los confines de lo juvenil, no permanecí leyendo y estudiando El señor de Bembibre de Gil y Carrasco, El doncel de don Enrique el Doliente de Larra o Sancho Saldaña de José de Espronceda, además de joyitas como Ni rey ni roque de Patricio de la Escosura o La conquista de Valencia por El Cid de mi olvidado paisano Estanislao de Cosca Vayo (o Kostka). Y, por supuesto, novelas extranjeras capitales como las de Walter Scott, Manzoni o Flaubert.

Pero no me quedé ahí. Viendo el giro que había dado al subgénero Umberto Eco en 1982 con El nombre de la rosa, me aproximé a sus nuevas características. Y sobre todo a la excelente novela histórica hispanoamericana, con ejemplos deslumbrantes sobre dictadores o maravillas como las de Alejo Carpentier, capaz de construir una narración al modo tradicional como El siglo de las luces como otra disparatada y casi distópica como El arpa y la sombra con la supuesta beatificación de Cristóbal Colón. Los ensayos de Fernando Aínsa y Seymour Menton me permitieron ser testigo de la fortaleza de la llamada “nueva novela histórica” y podía encontrar su teoría reflejada en grandes trabajos, a veces rebosantes de experimentalismo, como Noticias del Imperio de Fernando del Paso, La tragedia del Generalísimo de Denzil Romero o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Incluso advertir que además de por su ubicación en el pasado eran el punto de vista o la intencionalidad del autor necesarios para determinar si una novela era histórica, porque no era suficiente lo expresado por Georgy Lukacs en su fundamental ensayo: ubicar la novela en tiempo lejano que el autor no haya vivido ni conocido. Pero La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez, nacido en 1934 por lo que fue testigo de la época del dirigente argentino, desmontaba el argumento porque se había propuesto narrar desde una óptica distanciada y con distintos registros próximos a la crónica histórica. Había un fondo de estrategia literaria para definir el subgénero. Incluso podíamos vislumbrar dos tendencias vigentes: la tradicional y a veces arqueológica y la innovadora. Pero también descubrí que la novela histórica servía para cuestionar el presente -también presente en el Romanticismo en diferentes dosis-, como demuestran las novelas del dictador latinoamericano, que en España sirvieron para ahondar más en la agonía del franquismo. El pasado como medio de comprensión del presente, algo que me interesaba más que su reconstrucción fidedigna.

El caso es que de aquello podemos impartir un curso sobre las posibilidades del subgénero. Pero me horroricé cuando vi el éxito comercial de la novela histórica con una fórmula donde no hay una reflexión sino un trabajo extenuante de documentación para demostrar la superioridad intelectual del autor o su dominio sobre el lector, en las ocasiones más comerciales muy de Wikipedia o, al contrario, realizado por alguien que es historiador por encima de novelista (pobre Gore Vidal), olvidando que el lector de novela no debería leer un libro de historia porque al final acaba creyendo que la ficción es historia o viceversa. Eso desvirtúa la disciplina hasta dar a parar con un revisionismo mentiroso: nunca hay que confundir novela histórica con manual histórico. Pero más aún me distancié cuando la historia era un decorado solo al que viajar para no hincar el dedo en una problemática actual por conservadurismo o por ser políticamente correcto: un pretexto para contar historias de asesinos, thrillers, esoterismos, creencias o amoríos. Pero sin la corrosión ni la maestría de El perfume de Patrick Süskind. Cuando no, el relato de la antigüedad, digno de la especulación bañada de rigor histórico al aportar tanto dato que olvida la narración.

Diría que en el siglo XXI la novela histórica ha perdido su condición de adalid de la posmodernidad. Ya no cuestiona porque todo es interpretable y hay que desconfiar de las versiones que vienen dadas por cualquier poder o por la Historia como disciplina: adoctrina como un libro de historia, y a veces de postulados muy reaccionarios tomando por bandera el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, lo cual tiñe de nostalgia por una vuelta a épocas no siempre brillantes. Cuando no es una historia detectivesca, lo cual me exaspera porque no soy de los que leyeron El Quijote de joven sino aventuras de Sherlock Holmes y, si nos vamos al papel del receptor en la comunicación literaria, a la llamada Estética de la Recepción, es él quien considera o no el que su lectura es novela histórica porque lo que está interpretando en su proceso receptivo se ubica en un pasado que no conoció y que se imagina por las descripciones de las narraciones, los grabados o las películas. Y ya no hablemos de amores imposibles, porque entonces el romance pervierte la realidad. Por supuesto, historia negra con asesinatos, más una pizca de erotismo si es necesario, que eso hace rentable una novela y da apariencia de modernidad o de humanidad. Lo cierto es que se puede mentir deliberadamente o utilizar anacronismos en una novela histórica pero sin tratar de pasar por historia lo que es simplemente una novela: dejando claro el avance narrativo y un ritmo inherente al género. Y, por favor, pongan las digresiones en la narración, no como excurso metido con calzador.

Pero cuando un texto penetra en lo esotérico ya me pierdo del todo. Esos templarios, esas tablas de Flandes de Pérez-Reverte, todo un modelo de novela histórica del aburrimiento por sobrarle trescientas páginas a cada libro (sigo creyendo que su mejor narración histórica fue La sombra del águila, una nouvelle de poco más de cien páginas), esos códigos Da Vinci, esos manuscritos encontrados con secretos que cambiaron la historia, la especulación para generar confusión o teorías conspiratorias, esos piratas implicados en la lucha entre el bien y el mal, y esa Roma como ejemplo de traiciones, puñaladas traperas, celos, corrupción y actos que poco bien hablan de ella, y así justificar la ruindad que nos rodea, cuando no todo en Roma era como quiere un autor pero hay que dar una imagen de ella como espejo de nuestra sociedad de la podredumbre y las felonías. Está bien descubrir el pasado en la novela y penetrar en el pensamiento de los personajes pero sin caer en el anacronismo cuando se pretende ser arqueológico porque muchas veces los personajes parecen seres del siglo XXI y las apostillas a sus costumbres son meras poses de una intelectualidad más propia del estudio académico que de la construcción del discurso de la ficción. Cuando no nos rodea el mal de las biografías ficticias, que tanto desvirtúan un personaje y muchas veces lo falsean en lugar de ofrecerlo como ser humano, como pretenden. No todo son Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.

Por todo esto huí de la novela histórica actual. Solo hubiese faltado que Grey el de las sombras se  hubiese reencarnado en Giacomo Casanova. Encima, en las últimas que he leído he contemplado un retroceso hacia los esquemas de la narración histórica romántica. Mucha descripción y detalles, como si ahora nos hiciera falta que nos explicaran cómo era un circo romano o un castillo medieval cuando ya lo sabemos, con un alarde de erudición digresiva que tapa la diégesis novelística. Que Gil y Carrasco se extendiera en descripciones de lugares bercianos era entendible porque en la primera mitad del siglo XIX no existía el cine o el documental televisivo elaborado por historiadores ni los estudios habían avanzado como para que conociésemos láminas, monedas, vestigios arquitectónicos o inscripciones de épocas pretéritas. Cuando no se nos cuentan batallitas del abuelo donde debería importar menos la disposición de los ejércitos con su terminología en lugar de las sensaciones y pensamientos de los personajes cuando están en plena lucha o sus consecuencias.

Pero estas son opiniones personales. Intereses como lector que ha visto un renacimiento literario ilusionante derivado en mercadotecnia y auge comercial. He repetido oralmente que si Umberto Eco hubiese sabido que El nombre de la rosa con esa mezcla de subgéneros en un marco histórico tan magistralmente trazado, iba a tener tantos epígonos efímeros, no la habría escrito. Es una broma pero la hipérbole a veces está cerca de la realidad. Ya dijo Mario Benedetti que lo malo no era el pecado original sino su fotocopia. Y es lo ocurrido con la reciente novela histórica donde la historia entra imperial bañada de un tenue efecto de ficción novelística porque vende más que un ensayo o porque permite una especulación rayana en la ciencia-ficción.

Dicho todo esto, paso a comentar el libro El primer tetrarca de mi amigo Gregorio Muelas. Es  una persona que aprecio muchísimo. Compartimos tareas en una asociación literaria y admiro su impulso de la magnífica revista Crátera junto a “mi hermano”, como él le llama, José Antonio Olmedo López-Amor. Creo en su potencial creativo y en su capacidad impulsora en este ámbito tan difícil. Y ese potencial se advierte en su novela, que como narración histórica es interesante.

Se nota demasiado que Muelas es historiador. Y ese peso de la historia se manifiesta en el interés dominante por su reconstrucción del pasado. Es de alabar su enorme trabajo de documentación sobre una época oscura de la Roma antigua, así como su rigor en el uso de sus fuentes y su fidelidad a la realidad histórica. Disfrutará quien desee conocer el último cuarto del siglo III después de Cristo, con la anarquía militar y una nueva guerra civil en ciernes en el Imperio con la llegada al poder de Diocleciano, pacificador y creador de un nuevo sistema de gobierno, la tetrarquía, hasta llegar a la aparición de otro gran líder en la parte oriental del Imperio, Constantino. Hay que alabar que sea capaz de manejar tantos aspectos y la mejor bibliografía sustancial de la época y sobre la época.

También hay que alabar su pericia en la construcción, con una estructura ordenada en cuatro bloques, liber, encabezados por una ubicación espacial y temporal. Uno primero de la lucha de Constancio contra los pictos, y Constantino viajando a Britania a ayudarle. El segundo entre la muerte de Constancio en 306 y las campañas de Constantino en la frontera germana, en el que destaca su repudio a su esposa Minervina para desposar a la princesa Fausta, hija de Maximiano, y así consolidar su poder. Mucha intriga palaciega a lo Robert Graves. El tercero es una retrospección al año 305 y al palacio de Dalmacia donde Diocleciano se ha retirado. En Spalatum vive sus últimos días y realmente descubrimos que ahí es donde empezaba la novela si hubiese tenido un orden lineal de los acontecimientos. Y un cuarto libro con los episodios históricos de Majencio, el usurpador que utilizó la violencia para conseguir el trono y desestabilizar la tetrarquía. Todo para demostrar que el Imperio ya estaba en descomposición y amenazado por los pueblos bárbaros del limes. En cada capítulo, cartas privadas, el momento donde Muelas se acerca más al pensamiento individual de los personajes, una finalidad de la literatura epistolar. Todo rematado con un epílogo con una “Praelocutio”, preámbulo de la conclusión del primer tomo con remate de cenotafio con la inscripción “Roma entera es la tumba de Maximiano”, y una pieza teatral breve sobre la caída y muerte de Maximiano. Excelente conclusión dramática.

Y es esta conclusión dramática lo más acertado literariamente hablando. Porque es ficción en estado puro: la reconstrucción del enfrentamiento Constantino – Maximiamo por el poder. Porque parte de la novela no alcanza aire ni ritmo. Muelas, como historiador que es, se preocupa sobre todo por ser fiel a los documentos y reproducir hasta la saciedad elementos romanos, aunque invente ficciones. La escritura es demasiado rígida e impide una carrera de los acontecimientos. Ya pone en guardia tanta palabra liminar, una introducción de Juan Ramón Barat que resume tan bien la novela que permite situarnos en ella mejor que el propio discurso, y una “Praefatio” justificación de las razones de Firminiano para escribir los rollos por encargo de “mi señor, Constante”, hijo de Constantino el Grande. Más bien un trasunto del propio Gregorio Muelas, manifestando que ha tardado tres años en escribir esta historia, con apelación al lector in umbra incluida como remate.

No sé para qué aparece la Dramatis Personae del comienzo. No nos resulta necesaria y ya que las notas a pie de página son tan excesivas, podría haberse incluido la filiación de cada personaje en ellas en el momento de su aparición. O simplemente haber construido la narración con más habilidad a la hora de trazar las relaciones interpersonales. Tanto dato despista e impide lograr un ritmo de lectura novelístico.

Por otro lado, el carácter poético en determinados momentos de la prosa está muy bien. Pero de vez en cuando se escapa algún desliz. Ya al comienzo “se  había dejado sentir el claror de las primeras luces del alba rebotado en las brillantes aguas de aquel mar”. Con “claridad del alba con sus luces brillando en las aguas de aquel mar” era suficiente. ¿Y qué mar? Ahí podría decirse “el mar de Spalatum”, la actual ciudad croata de Split. Por eso, la perspectiva de tanta escritura en latín no acaba de funcionar, porque da la impresión de aprovechar cualquier resquicio para  dar una lección de conocimiento de civilización romana. Siempre se podría haber aprovechado la estrategia del manuscrito encontrado, hubiese sido lo fácil. Muelas lo ha eludido y decide ponerse como un cronista romano que se dirige a un lector de aquella Roma y lo respetamos.

Los acontecimientos se suceden y echamos de menos cierta profundidad en los personajes. No todo eran tramas y astucias o luchas contra los pueblos por domesticar. Sin embargo, se agradece la frescura de la escritura confesional, posiblemente el más acertado de los registros diversos utilizados. Está mucho más brillante Muelas cuando habla de motivaciones de los personajes que centrándose en descripciones de batallas.

El primer patriarca es un debut aceptable. Encantará a los amantes de la Historia pero no tanto a quienes creemos que la literatura potente radica en darle potencia a los personajes. Y esa fortaleza debe carecer de filtros que disminuyan su perceptibilidad como seres que existieron pero están siendo recreados desde la ficción para que los conozcamos mejor. Para leer Historia, acudo a un manual de Historia porque estará en su registro correcto. Para leer literatura, necesito inventio, aunque la dispositio y la elocutio sean brillantes.

Pero si le gusta la historia romana, lea este libro porque le resultará curioso conocer esos tumultuosos años por medio de una narración apasionante.Otra cuestión es lo que yo piense de un subgénero devaluado y maltratado.

J. V. Peiró


lunes, 10 de enero de 2022

 

En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada

Nosotras ya no estaremos

Lola Mascarell
Barcelona, Tusquets, 2021, 265 págs.



Desde la lectura de su poemario Mientras la luz, premio internacional Emilio Prados, allá por 2013, se preveía que Lola Mascarell (Valencia, 1979) era una autora que podría depararnos excelentes sorpresas en el futuro. Y así lo ha confirmado con su primera novela Nosotras ya no estaremos, la historia de una niña rememorada desde la actualidad por ella misma a partir de un hecho traumático para su conciencia: la venta de la casa familiar donde transcurrieron su infancia y su adolescencia. Esta posibilidad abre la ventana al recuerdo del pasado mientras intenta evitar la operación para no perderla incluso pidiendo un préstamo bancario.

Su primer gran mérito destacable es la voz del relato. Sin alharacas ni superfluas retóricas, fluye y fluye la palabra con un aliento narrativo donde resalta el suceso imbuido en el sentimiento y las sensaciones. Para ello, Mascarell utiliza magistralmente con una habilidad pocas veces vista la técnica del desdoblamiento de la voz de la narradora-protagonista, viajando de la primera a la tercera persona. Está narrando desde el presente pero actualiza el recuerdo pasando del suceso narrado de forma íntima al pasado de la niñez, con un manejo de distintos monólogos interiores, el psicorrelato, el referido y el narrativizado, siguiendo la terminología de Dorrit Cohn sobre la transparencia interior.

En este sentido, cautivan las sutiles transiciones en el mismo párrafo desarrolladas de forma natural o con una frase iniciada con un “la niña”, marcando el paso al recuerdo, o cambiando de persona verbal narrativa sin golpes abruptos. Ese desdoblamiento del personaje entre el pasado y el presente nos descubre la pervivencia de los sucesos de la infancia y su determinación en el futuro, cuando esa pequeña tan encantadora se ha convertido en una mujer adulta que, sin embargo, no ha perdido su capacidad de soñar y luchar por un imposible como es la conservación del estuche que guarda el recuerdo familiar.

Otro aspecto importante es el manejo de la intriga. En ocasiones con suspense. Sentimos interés en todo momento por los avatares narrados. En realidad, el lector adivina que la casa se venderá tarde o temprano pero siente el calor de la lucha de “la niña” hecha mujer y desea con avidez saber lo que ocurrirá. También el porqué de las motivaciones de Moriarty, que así llama la narradora-protagonista al comprador, y la lucha tenaz y terca para quedarse la propiedad, razones que conoceremos en los últimos capítulos. Tan obcecada que ella piensa incluso en ofrecerle su cuerpo a relaciones sexuales con tal de que renuncie a la compra, lo cual también sirve para rememorar sus primeros escarceos catorceañeros entre el erotismo y el humor negro. En el fondo la épica de la lucha entre el bien y el mal está en la cabeza de la protagonista pero es fruto más de la pervivencia de la mentalidad de la infancia que del maniqueísmo como idea.

Otra relevancia es genérica. La autobiografía y la autoficción borran sus fronteras. No estamos ante una novela donde la realidad queda sometida al imperio de la ficción ni viceversa. La escritura juega con el pasado y el presente, oscilando de uno a otro hasta formar un cóctel y dar una sensación compacta sin que sea necesario indagar en la biografía de la autora y su familia para descubrir lo que es ficción pura. Porque muchas situaciones de las narradas las hemos vivido en la infancia, aunque seamos de otras épocas. La manera de observar la vida de los mayores y cómo afecta a la pequeña es universal e intergeneracional. Las incertidumbres, los miedos, las certezas e incertezas, los males, los primeros encuentros con la muerte, las bondades, la visión de los mayores, la mirada hacia la familia, la escuela y la sociedad… Todo lo que leemos en la prosa de Lola Mascarell nos suena en nuestra mente pero se presenta como una sorpresa. Quizá sobre todo los temores, esos que nos provocan taparnos con la sábana como forma de falsa protección física pero verdadera mentalmente.

El siguiente es el manejo del tiempo. El pasado y el presente se unen en el discurso. La experiencia es una suma de momentos y no se pueden disociar porque se entremezclan y se implican. No se solapan: se diluyen en el mismo magma. Por eso el discurso transita y a la vez es transitorio. Aunque formalmente domina la escritura retrospectiva, se están examinando desde el presente las razones por la que “la niña” adulta trata de impedir la venta de la casa familiar y el discurrir de los acontecimientos con una linealidad retorcida por el pasado.

Otro aspecto destacable es el humor. Negro a veces, sutil a veces. No ya solo por acciones de personajes como las súbitas reacciones del padre y sus cambios lingüísticos, sino por el fino toque con el que la autora rubrica algunos capítulos. No es el humor fácil derivado de la inocencia de la niña y desde nuestra madurez la contemplamos como manías y travesuras de chiquillas. Es sencillo provocar la sonrisa del adulto poniendo los sentimientos y los actos de la infancia en su punto de vista distanciado. Pero Lola Mascarell evita esta estrategia por simpatía y candor por medio de la frase hilarante, irónica, fina y aguda (“todas las mujeres de la casa han dado manzanilla a sus hijos cuando se encontraban mal de la tripa. Lo han hecho con tanto mimo que casi curaba más la certeza de saber que alguien te cuida que la infusión con sus beneficios herbáceos”). Cuando no procede de las situaciones, como las aventuras en la playa o las famosas dos horas de digestión antes de bañarse. Son las sensaciones y el pensamiento sigiloso las que provocan esa sonrisa más que los actos.

Pero no olvidemos que la autora es también poeta. Eso se percibe en el rostro de muchas expresiones, en el carácter metafórico de algunas frases, pero también en la tonalidad y en la disposición del discurso con frases intensas que bien podrían expresarse como verso (“tan solo una luz radiante de primavera y una calma que duele”. La propia autora reconoce que el libro nació a partir de un conjunto de prosas poéticas sobre la infancia. Muchas de estas metáforas toman carácter aforístico, como “pero un hilo demasiado largo se enreda muchas veces, igual que las mentiras”, frase pronunciada por la abuela en el capítulo veinte. Su conocimiento literario se aprecia en los detalles y referencias, entre las que destaca la quevedesca “serás polvo, mas polvo enamorado” del poema “Amor constante más allá de la muerte”, o a la gongorina de “Mientras por competir con tu cabello”, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. También de lecturas juveniles como Sherlock Holmes de donde extrae los nombres de sus enemigos Moriarty e Irene Adler, la esposa del comprador que le confiesa las motivaciones del pasado y del presente. Cita a Bécquer, Antonio Machado y Vicente Aleixandre. Poetas, aunque la niña empezó a leer novelas antes que poesía, lo cual redondea un círculo relacionado con el referente real: Lola Mascarell empezó publicando poesía para entrar en el mundo literario ahora con una novela, justo al contrario que la protagonista.

Pero la gran metáfora es la casa. Es el lugar de custodia del consciente y del inconsciente: une los individuales, los familiares y los sociales, y actualiza el pasado. De ahí la negativa de “la niña” para su venta y su batalla por conseguir el préstamo, curiosamente con un plazo hasta el 14 de abril, día señalado en la historia. Por la narración alrededor suyo discurre un mundo global sustentado en la familia y los amigos, la madre, los hermanos, el padre, los tíos o la abuela, que cuando desaparece de la realidad se transforma en mito.

Son las vivencias que se resisten a desaparecer, el deseo de mantener viva la infancia y la adolescencia por lo que la protagonista se instala en el chalet e inicia la escritura de la novela en un cuaderno recolector de recuerdos que brotan de ese espacio. Incluso con advertencias de su madre. Sensaciones sobre los veranos, la playa, el colegio, la enfermedad, las amigas, las enemigas con esa cabecilla odiada al frente, las actividades de los padres y sus preocupaciones entendidas cuando ya es mayor, las preguntas que quedan sin respuesta en la infancia, la vergüenza de sentirse humillada o el tedio. Episodios tiernos que alternan con la resistencia ante la venta, lo cual la empuja a inventar pretextos o imaginar incluso una posible aventura sexual para que Moriarty desista de su empeño de comprar la casa.

La magdalena de Proust es historia. No hace falta que una mirada abra la espoleta de la memoria. La desaparición de todo un mundo vivido puede tener una causa nada metafísica como es la inquietud. Lola Mascarell esparce todo un mundo de pequeñas cosas, de objetos en apariencia insignificantes o temporales que sin embargo perviven en el recuerdo junto a aquellos momentos felices e infelices vividos.

Ya  hablaremos de lecciones sobre la autoficción. Esto es una reseña de uno de las mejores novelas que un servidor ha leído en 2021 y lo que llevamos de 2022. Es de las que se devoran y leerías de un tirón. Y, además, su rúbrica, con una última frase genial, es más que sobresaliente y vale toda una novela. Es su defecto: el deseo de no acabar de leerla.

J. V. Peiró


domingo, 9 de enero de 2022

 

Leer teatro que debería representarse

Gulliver captiu

De Paco Romeu

Alzira, Bromera, 2021, 93 páginas.

 


Es una paradoja que hoy en día se lean tantos mamotretos de seiscientas páginas en unos tiempos donde Internet y la comunicación personal se come nuestro tiempo. Cuando se escribían cartas y disponíamos de horas para pensar hace décadas, también leíamos teatro: en cien páginas con poca tinta estaban condensados todos los pensamientos de estos novelones actuales que parecen más diseños de mercadotecnia para el consumo que literatura. Ahora nos falta tiempo para pensar pero leemos novelotas cuando a lo mejor sería conveniente explorar la búsqueda de nuevos lectores explicándoles las bondades de la lectura de textos de teatro publicados. O literatura dramática como se le debe llamar.

Uno de esos autores valencianos cuyas publicaciones no faltan año tras año es Paco Romeu. Irónicamente es eterno candidatos a los Premios de la Crítica Literaria Valenciana en este género cuando lo que debería ser siempre es representado. Sigo esperando una producción de Piel de cebolla, Uns altres temps o Play. Lo último que vimos fueron la infantil Astrolabi y Xin en 2017, producciones marcadas por una modestia que daba aún más relieve a la calidad de la construcción del texto de un autor admirable, escritor sin descanso y conocedor profundo de las claves de la literatura dramática. ¿Por qué no se le representa? ¿Uno de esos misterios sin resolver de la nave del Íker Jiménez burocrático? ¿Será porque sus textos suelen necesitar un gran director? ¿O por desconocimiento? ¿O por cuestiones que van más lejos de lo artístico? No lo sé pero me importaría saberlo porque Paco Romeu da al teatro buenos textos en forma de edición.

En 2021 ha publicado dos obras. Marjal  es la última, dentro del taller teatral Insula Dramataria “Josep Lluís Sirera”, uno de los aciertos de la gestión actual del Institut Valencià de Cultura por la calidad de los textos y sus lecturas dramatizadas. De esta obra ya hablaremos. Ahora nos centramos en la anterior, publicada apenas unas semanas antes: Gulliver captiu. Avalada además por haber obtenido el Premi Ciutat d’Alcoi de Teatre “Pep Cortés”.

Desconozco la calidad del resto de obras presentadas a este premio, pero haberlo concedido a Paco Romeu le da realce. Avala la calidad y la honradez del concurso. Y así es Gulliver captiu, un trabajo excelente y honesto con unos diálogos construidos de forma magistral con naturalidad y escenas de acciones explicadas con acotaciones que dejan suficiente libertad al director, siempre que se centre en la función fundamental del teatro: contar una historia para hacernos reflexionar. En él hay un argumento de la vida de tres personas pero también una visión del mundo urbanístico de la ciudad de Valencia, así como las primeras reacciones ante los albores de la pandemia, más un potente aparato de imágenes. Su fusión bien controlada da como resultado un texto interesante lleno de matices y aristas de la realidad.

Sam tuvo un accidente en los años ochenta con su skate en el parque Gulliver del viejo cauce del río Turia en Valencia. Después de muchos años, despierta del coma, lo cual trastoca la vida de su hermano pequeño, Nico, especialista en parkour, y su pareja Tina, estudiante de arquitectura. Aunque en realidad el elemento unificador de las historias personales y sus contradicciones es el paisaje urbano de la ciudad de Valencia. En él se desenvuelve el fracaso de Nico o los sueños imposibles de regeneradora del urbanismo de Tina. Nico con su deporte sorteador de obstáculos de la ciudad que luego cuelga en su perfil de You Tube, intentando acabar viviendo de su afición, muestra de una sociedad empobrecida tanto económicamente como de perspectivas de futuro. Tina deseando corregir los errores monumentales de sus predecesores urbanísticos en su tesis de arquitectura, señala defectos pero quedan en el aire para la reflexión. Los padres, personajes ausentes, que siempre creyeron en que Sam despertaría, son otra generación con esperanzas frustradas. Y cuando sucede, se descubren realidades como el uso del dinero de la pensión o la confrontación de la mentalidad infantil de Sam con sus actuales cuarenta y dos años.

Los conflictos se suceden. El impacto urbanístico determinado por el acontecimiento de la creación de un nuevo cauce para el río Turia a su paso por Valencia es paralelo a la realidad de los personajes. El despertar de Sam produce el choque entre aquel mundo de los ochenta y el  actual. Además, se van produciendo noticias sobre una pandemia que se avecina. Para que al final la vida sea como el parkour, con obstáculos permanentes para sobrevivir. Pero hay una esperanza en las palabras finales de Tina.

Romeu domina el lenguaje. Escribe con un valenciano pulcro. Incluso pone el habla vulgar en el texto. Defiende la lengua en la que no se podría haber escrito el proyecto de Tina cincuenta años antes y, por tanto, su mayor uso en el ámbito científico. Pero sobre todo lo que nos está advirtiendo es la incertidumbre ante el futuro. Todo con un excelente apoyo de imágenes reales que dan testimonio y certeza a los acontecimientos, dando vida a las ideas y a los espacios del desarrollismo de la ciudad de Valencia, a veces desmedido.

Gulliver captiu es uno de los mejores textos publicados en 2021 y confirma a Paco Romeu como uno de los escritores teatrales valencianos actuales más relevantes.

domingo, 2 de enero de 2022

 Claves de Rafael Chirbes

Diarios (A ratos perdidos 1 y 2)

Rafael Chirbes

Editorial Anagrama, 2021, 468 págs.

 

Los dietarios y diarios se han convertido en una escritura fundamental tanto para entender a un autor y su obra como para simple disfrute lector. Nadie duda ya de que la escritura autobiográfica no es solo una justificación o un desahogo, muchas veces considerado como un ejercicio de terapia psicológica: es pura literatura. Y tanto para investigadores como para curiosos o lectores medios.

Pero no es cuestión de teorizar aquí sobre la escritura autobiográfica y ese pacto de la verdad que se establece entre el autor y el lector. Aquí vamos a hablar de unos diarios esperadísimos como el agua de mayo para gozar de la escritura de uno de los grandes autores de la narrativa contemporánea, Rafael Chirbes. Tristemente fallecido en 2015, un 15 de agosto, fecha en que media España se encuentra celebrando fiestas populares, precisamente unos eventos de los que no era un especial amigo. Una escritura donde ese pacto de la verdad se siente desde las primeras páginas llenas de dureza y enfermedad.

Porque para comenzar, la escritura de esos Diarios escritos a ratos perdidos, como se subtitulan, es impecable. Es propia de alguien que maneja la palabra como pocos, algo que no hace falta repetir que demostró en su producción literaria; alguien que sabe comunicar con profundidad y sin rodeos, ni retóricas superfluas o melifluas, ni alardeos egocéntricos. A veces con mala leche, cuando la vida le exaspera, y en otras con encanto. Su estilo es inconfundible por la perfecta sincronización entre forma y contenido. Pero podemos darnos cuenta también de la evolución de su escritura puesto que a medida que discurren las páginas se muestra más directo, más pulcro y su interior se manifiesta como puñaladas hacia el exterior, con numerosos reproches, en ocasiones de anécdotas divertidas como las de actos literarios en los que participó, donde la cultura es un maquillaje para su burocracia y su pose política carente de rigor cultural, valga la redundancia. Poco a poco vamos encontrando al Chirbes que mejor conocimos y que nos dio una lección de vivir para encontrar la felicidad y un lugar en el mundo cada vez más esquivo. Nos deleita, nos cautiva, nos interesan sus afirmaciones y nos imbuye en su percepción de la realidad.

Por los diarios desfilan sus amores, siempre “incompletos”, su pasión impresionista por las ciudades cosmopolitas a la vez que el alejamiento de lo masificado, sus lecturas con un ejercicio crítico donde lo personal se contrapone a la opinión “correcta”, su trabajo de escribano en la revista Sobremesa, la vida, la familia, el temor a la enfermedad, y sus conflictos como escritor, con ese temor a quedarse en blanco, al vacío después de haber publicado una obra, y a no tener suficientes argumentos. Se desnuda como un escritor de vocación, reconocedor de su pereza, lo cual le permite ser lector ante todo, frente al escritor profesional que escribe con contrato de obra al año. En el ejercicio crítico, destaca el repaso a sus contemporáneos y su filtro sobre los clásicos. Ironiza sobre la cultura, con afirmaciones como la inclusión de su obra El viajero  sedentario entre los mejores libros turísticos del año en un conocido suplemento literario. También nos habla de cine, de sus películas preferidas siempre dando una opinión formada. Crítica subjetiva para el debate: se puede coincidir o no con su opinión, pero siempre abre nuevas vías a la reflexión.

Aún resulta más cautivadora su consideración de la traición de los supuestos izquierdistas, aburguesados desde la transición y creadores de una nueva moral beatífica de lo políticamente correcto. No habla de la derecha, no le merece la pena más que recordar sus raíces franquistas, aunque sí de la especulación como forma económica, sobre todo cuando narra la destrucción urbanística valenciana presente en sus novelas Crematorio y En la orilla. Madrid es para él una “novia fea” como Roma una ciudad maravillosa degradada por el tiempo y los propios romanos y en los últimos años bastante más decente. París es París y Alemania Alemania. No escapa su temor hacia la instalación progresiva de la ideología derivada del pasado dictatorial, con el blanqueamiento y también con la reformulación de su pensamiento, centrándose en la “modernez” contra su generación expresada por en un artículo por Andrés Ibáñez, en un nuevo revisionismo que se advertía en 2004 y que ahora vemos que ha dado sus frutos en el pensamiento colectivo con la revitalización de las bondades del régimen que su generación combatió. Nuevas formas para el mismo pensamiento carpetovetónico de siempre. No niega su alejamiento de los partidos políticos, con su militancia efímera en uno de ellos, porque su ideología estaba bañada de un toque personal alejado del gregarismo. Como también reniega del imperio de las masas, de la imposición cultural para complacencia popular.

Así, pues, quien no conociera a Chirbes tiene la oportunidad de acercarse a él y darse cuenta de su integridad. Cómo de que su incoherencia daba forma a su coherencia. Sus temores, sus pasiones y su impulso creativo están en estos Diarios. Y la fealdad que va imperando en el mundo actual con un carácter premonitorio.

Puede pensarse que es una lectura para iniciados. Puede ser. Creo que sí aunque su narración adquiera la condición de relato y se deje leer con pasión. Por eso me sobran los prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls, escritora y crítico meritorios que están entre los grandes conocedores y estudiosos de la obra de Chirbes. Podrían ser unos buenos epílogos pero nunca una introducción porque no hace falta aportar algo externo a estos Diarios tan nutridos de interés. Aunque son prólogos excelentes. Quienes lo conocimos o lo hemos leído con pasión nos deleitamos con su palabra. Quienes no lo conozcan, mejor que pasen directamente a la página 59, donde comienza a narrarnos sus ratos perdidos desde 1984.

Ahora queda esperar sin duda la parte más interesante, la del éxito que acompañó a Chirbes a partir de mediados de la primera década del siglo XXI, dado que estos dos ratos perdidos llegan a marzo de 2005. Esperamos con desesperación los siguientes diarios. Mientras tanto, disfrutaremos con una relectura en la que aún descubriremos los aspectos que pueden haber quedado inadvertidos en la primera de un libro sustancial que convierte en vida lo que es escritura del pensamiento. Fundamental para los amantes de la literatura contemporánea. Y del inconformismo.

 


La multiactividad me obligó a descuidar y abandonar este blog de crítica literatura y de Artes Escénicas.

Sin embargo, una mayor disponibilidad de tiempo, ese bien preciado que acabo de comprar a un alto coste, me obliga a que mis apuntes salgan a la luz.

Por ello, reanudo en estos tiempos de inquietud mi paso por mis lecturas. Con visión crítica, donde combino la opinión personal con el análisis de intención objetiva.

Reanudamos.

lunes, 8 de mayo de 2017

No crítica de 'No se lo digas a nadie'





Silencios traumáticos
No se lo digas a nadie
Texto, dirección e interpretación: Victoria Enguídanos. Espacio Inestable





Sola en el escenario y frente a los medios audiovisuales, la valenciana Victoria Enguídanos crea un monólogo que no deja indiferente por su tema, por el tratamiento y por su puesta en escena. Aunque no es una autora que se prodigue, sus trabajos son flechazos en la mente del espectador. Recordamos su obra ‘Dependencias’, estrenada en Carme Teatre en 2014, donde trataba el tema de la drogadicción y su capacidad de destrucción y sustracción de la voluntad y la personalidad al ser humano.
En esta misma línea tan suya y con su estilo de pocos medios pero muy comunicativo gracias a la fortaleza interpretativa del texto, sumamente cuidado y penetrante, ‘No se lo digas a nadie’, estrenada en Sagunt y ahora ofrecida en la sala Inestable, aborda con sinceridad y crudeza el problema de los abuses sexuales a menores. Enguídanos desnuda posibles experiencias individuales que permanecerán ocultas de por vida en quienes las han padecido y que quedarán como un trauma psicológico, cuando no físico, para siempre. Otras situaciones dramáticas pueden conocerse y ser admitidas socialmente, pero en el caso de los abusos a menores y la pederastia quedan en la oscuridad y ocultos por una sociedad que mira de soslayo al asunto sin atajarlo ni aliviar a quien lo ha padecido. Y como en ‘Dependencias’, además de concienciar, Enguídanos propone una solución: la comunicación afectiva.
Para ello, sitúa en paralelo y de manera alternada la historia de una madre que padeció abusos con su hijo pequeño y una terapia de grupo donde ella participa junto a otras personas que han los han sufrido también. La incomprensión necesita alivio, porque afecta al individuo y a su relación con los entornos familiar y social. De manera muy convincente, Enguídanos es el personaje: necesita vivirlo para poder ofrecer la angustia de esa realidad, desde la desconfianza en el entorno hasta la transmisión de la experiencia.
Así, se alternan los diálogos con el hijo, mirando ya hablando ella hacia bastidores, y con los  tres personajes ausentes de la terapia en sillas vacías perfectamente iluminadas con distintos colores. Todos relatan o contestan con voz en off. Al comiendo del desenlace de la obra, los tres aparecerán en imágenes donde relatan sus experiencias, interpretados por Xusa Arrufat, Paula Peña y Manuel Ruizarte. Esta unión entre lo audiovisual y la interpretación solitaria permite que la obra tenga un sentido colectivo y le da fuerza a su estructura. Hay momentos inquietantes, subrayados puntualmente como cuando, desesperada, ella apunta al público con una pistola.
La tonadilla de la canción ‘Kiko y la mano’ que canta Enguídanos abre un camino hacia el optimismo. El problema tiene solución si desterramos el silencio. Y es lo que le queda al espectador de esta obra valiente, enérgica, dramática y extraordinariamente interpretada. Su fortaleza le permitirá ser recordada. Esas sillitas…