El trueno cae y se queda entre las hojas

jueves, 2 de diciembre de 2010

Las Bisagras del Bosque

MANUEL LLEÓ VALOR – PEDRO SEMPERE. Ediciones del Primor (Colección “La Séptima Palabra”), 140 páginas.

            La literatura no siempre tiene que ser un mal necesario; un elemento social de prestigio frente a la vulgaridad imperante, tolerado y auspiciado por el poder con el fin de controlar su influencia y el flujo de sus ideas. En ocasiones puede ser un simple juego. Pero un afán lúdico complejo, que no significa oscuro, como los crucigramas gigantes y aquellos dameros hoy reemplazados por los sudokus, porque para eso estamos en una sociedad de números y economía y no de humanidades. Petronio se equivocó cuando dijo que “la rareza fija el precio de las cosas” porque realmente lo sorprendente suele ser gratuito mientras que la vulgaridad o lo esnob se paga a precios de oro en nuestro mundo actual.
            Pues aquí tenemos un libro que debería pagarse caro por su rareza. Se trata de una obra escrita a dos manos (eso de “a cuatro manos” me resulta curioso, porque quizá los autores pueden no ser ambidiestros y no saber escribir alternativamente con la derecha y la izquierda): Las bisagras del bosque. Sus autores, valencianos: Manuel Lléo Valor y Pedro Sempere. Este último de suficiente prestigio en nuestro ámbito cultural, y el primero, uno de esos valencianos que conquistan Madrid sin que su tierra lo aprecie, como suele ser habitual.
            Un libro de dos autores siempre puede generar desconfianza. Muchas veces han sido obras de un autor apadrinado por otro que presta su nombre para darle un empujón comercial. ¿Escribirá uno y le corregirá el texto el otro? ¿Anotará cada uno una línea? ¿De quién habrá más prosa? ¿Qué estilo predominará? Muchas preguntas a contestar. Particularmente, un libro unitario de doble autoría no me genera confianza a priori, salvo que sea de cuentos, con lo cual es un tomo con textos independientes de cada creador, o una obra con una composición bien pensada y en alternancia.
            Las bisagras del bosque es un libro donde alternan los discursos de los dos autores, como si fuera un libro de microrrelatos, manteniendo una unidad estructural y literaria. Si partimos de su concepción, comprenderemos mejor la confianza ofrecida. La obra fue concebida como un “cadáver exquisito”; a la mejor manera práctica de los autores surrealistas, pero con una instrumentación actual: con una composición surgida por medio del intercambio mutuo de correos electrónicos. A un escrito inicial (y ahí está el misterio: ¿quién empezó?), el segundo autor recibió el texto con una palabra subrayada al azar. El receptor escribía un nuevo texto, y así sucesivamente, entre palabras subrayadas y textos compuestos siguiendo el término seleccionado, nació el libro. Un texto creado con una palabra subrayada que obligaba a la segunda mano a redactar uno nuevo y así sucesivamente hasta culminar una obra de ciento treinta y dos composiciones.
            El índice alfabético posterior a los textos reúne las palabras clave de este “cadáver exquisito” lleno de poesía. Conceptos naturales como el aire, la noche, el cielo, las luciérnagas, o la playa, bailan con otros abstractos como el azar, el delirio, la culpa o la metáfora. Las etapas de la vida, los sonidos, el pensamiento, términos de la vida cotidiana o de la sociedad contemporánea (residuos o polución), adquieren una dimensión conceptual si no nueva, sí reflexiva por el influjo lírico. Está presente el espíritu de la metáfora ramoniana, con el humor sustituido por el ingenio sorpresivo. Pero siempre hay un matiz aforístico en estas reflexiones: “la humildad no es una virtud, es un arma de dominación masiva ideada por la religión” (p. 74). No hay pretensión de establecer verdades absolutas; solamente jugar con los conceptos hasta inducir al lector a la reflexión activa.
            Es por ello un libro para lectores inteligentes. No es preciso ser un lector activo, pero sí tener la sutileza de la captación analítica, y en ocasiones instintiva. Cuando se lee “la memoria auditiva también establece sus jerarquías” (“Luciérnaga”, p. 42), el autor (¿Valor o Sempere?, vaya aquí el reto) establece un inicio cadencioso de rico lenguaje analítico. No obstante, la inventiva va más allá del uso metafórico y aforístico y reproduce incluso versos del acervo culto como popular (“un rayo misterioso que anidará en tu pelo”, estrofa del célebre bolero de Carlos Gardel). El lugar común se mezcla entre la originalidad proporcionando una placidez a la lectura insólita.
            ¿El género del libro? Complicado. En principio, es un ensayo en su sentido literal. Contiene fundamentalmente reflexiones y percepciones subjetivas. La mayor parte de los texto son prosas, pero en ocasiones la disposición se aproxima al verso. Es el caso de “Alma”, un texto muy lírico sobre su carácter enigmático. ¿Existirá? ¿Sí o no? Es lo que nos pretende mostrar la subjetividad del hablante lírico: curiosa manera de lograr la reflexión por medio de un discurso de impregnación poética y aforística. Al principio se habla de diario. Diario a dos voces, sin el corsé de la fecha: dietario más bien, dietario de la palabra y su gesto cautivador.
            Pero el libro perdería su belleza interna sin la presencia de una tipografía excelente y unas ilustraciones de Sergio Gay que no sólo acompañan al texto literario, sino que en ocasiones lo explican y acentúan el discurso. Aquí se establece un diálogo del discurso con la textualidad gráfica y tipográfica. Ese negro de fondo de la entrada “Suicidas” (p. 48), es un gran acompañante. Pero en la página contigua se habla de “Muerte” con un fondo negro y un rectángulo vertical blanco en cuyo interior se encuentra el texto. Pero ese rectángulo es un sarcófago en cuyo interior yacen cadavéricas palabras de planteamiento acerca de la inutilidad de escribir sobre la muerte desde la vida pero dibujan el interrogante sobre el alma. Una soberbia ilustración da fondo a “Miedo, párrafo que se inicia con inteligentes palabras: “Sé que sólo debo tener miedo al propio miedo” (p. 27). O ese Sísifo que empuja “Piedras”, con ese recuerdo al poemario Las Piedras de Félix Grande, premio Adonais en 1963, que sin duda impactó en el autor del texto. Como se observa, no es una ilustración decorativa: se integra en el texto y le proporciona mayor lucidez estética y conceptual.
            Las bisagras del bosque se agradece en el panorama literario actual por ser una prosa atractiva, desprovista de alharacas y alejada de la comercialidad, con ansias de darle virtuosismo a esa palabra tan degradada en la sociedad actual y tan depauperada socialmente por el poder de la imagen. Un “cadáver exquisito” que resucita al lector anhelante de discursos provistos de fortaleza y de sentido. Al fin y al cabo, la literatura es un arte de la palabra, y cuanto más se domine el flujo de las frases, mayor será la calidad de un texto bien estructurado y original como éste.
Manuel Lleó, “publicista heterodoxo que pinta, graba y escribe”, como indica la solapa, y Pedro Sempere, autor con un currículum literario excelente marcado por su premio La Sonrisa Vertical o los Valencia y Gabriel Miró, pero también por su afición cinematográfica ampliamente demostrada en sus colaboraciones en revistas como Cartelera Turia, y su indagación en las utopías y tecnologías de la era digital en McLuhan en la era de Google (2007), además de sus ensayos de tema futbolístico (Cien años de soledad granota y No le digas a mi madre que soy granota), han credo una obra singular. No entrará dentro del ámbito comercial, pero sí que deleitará a aquellos valientes que aún creen en las virtudes de la palabra.
Sobre Las bisagras del bosque, recogiendo aquella expresión empleada en la cartelera donde colaboró Sempere (“A ver”) y adaptándola a la literatura, tenemos que expresar: “A leer”.

J. Vicente Peiró

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