El trueno cae y se queda entre las hojas

martes, 8 de marzo de 2022

 

ARIODONTE: UNA NO CRÍTICA DE METERTE DONDE NO TE LLAMAN

Ariodante

Fecha de estreno: 1 de marzo de 2022. Fecha de la crítica: 3 de marzo de 2022. Les Arts




Líbreme el cielo de meterme donde no me llaman como para hablar de Ariodante de Händel, ópera exhibida en el Palau de Les Arts de València. Soy crítico de Artes de Escénicas pero no de música ni de ópera. También un músico amateur con conocimientos justitos; de esos chicos de la EGB primeriza que salieron de los colegios e institutos cuando no existía la asignatura de música, se aprendía solfeo en academias privadas que los currantes no podían pagar y la flautita de “La Barcarola” de los Cuentos de Hoffmann de Offenbach era un aparato desconocido o al menos exótico. Teníamos mucha religión y Formación del Espíritu Nacional como para estudiar música. Afortunadamente, existía un músico salesiano en mi cole, Juan Montesinos, que entre sus clases de Lengua Española nos colaba las corcheas, por no hablar de sus clases lecciones de negras y compasillos excelentemente estimuladoras. Incluso nos enseñó algo tan útil como el que la poesía tenía ritmo.

Así que soy de esa generación ágrafa en música a la que hace cincuenta años no la educaron para distinguir un violín de un violonchelo o un gallo de una paloma. Aunque vistos los gustos musicales de tanta población habrá que señalar a los políticos y pedagogos escolares para decirles que sus leyes no han servido para educar en la sensibilidad musical sino para hacer lo mismo que nosotros: depender de la familia y de la interioridad personal para no ser un siervo de las canciones de moda pegadizas. Sensibilidad y buen gusto, para un tercio de la sociedad solo.

Algo cambió en BUP. Pasamos a tener como asignatura la historia de la música sin saber casi nada de conocimientos musicales teóricos o prácticos. Pero opté por aquello que sí estaba en el libro de Editorial Didascalia: una excelente historia de la música clásica desde sus orígenes remotos hasta las atonalidades  de Schöenberg y de Stockhausen más tarde. Ello me animó a, por mi cuenta, ir penetrando en el solfeo pero reconozco que el autodidactismo y Radio 2, luego Radio Clásica, no son los mejores métodos para ser hábil en la lectura de partituras, aunque poco a poco me enfrenté a los silencios y a las pausas como percusionista amateur. Hasta descubrí que el silencio tiene tanto arte como el sonido. También he de decir que he estudiado más musicología y vidas y obras de músicos que partituras. Me han interesado siempre los escritores.

Así que no sé qué pinto ahora escribiendo de una ópera. No tengo la competencia de mi colega de página en Las Provincias, el gran César Rus, ni la minuciosidad del recordado y añorado anotador durante los conciertos Alfredo Brotons. Recomiendo las lecturas de ambos y otro gallo nos cantaría si este país supiese qué es un crítico de cualquier clase y no lo distinguiese por ser un frustrado creador o un malvado que está al quite de cualquier pequeño fallo para cargarse el trabajo de años, aunque también reconozco que hay críticos a los que les gusta ir a la contra del acto artístico y parece que no les guste el teatro o la literatura, por hablar de mis disciplinas. No entiendo cómo nadie se ha preocupado por editar las críticas de Alfredo Brotons a estas alturas en un libro de homenaje, cuando además la empresa donde publicaba tiene (o tenía, ya no sé) editorial. Porque la crítica despierta el sentido crítico de las personas, valga la redundancia. Quizá sea una de las causas por las que su denuesto se ha puesto de moda, cuando no por cuestiones puramente económicas, hay que pagar la colaboración del crítico y el periodista de redacción lo lleva en su sueldo aunque sus conocimientos de la materia se adquieren con la lectura de la Wikipedia. O porque ha habido mucho exhibicionismo de algunos críticos. Bueno, un olvido más de esta Valencia tierra de las flores, de la luz y del amor… pero no de los detalles que escapen del si me sirves me vales. No somos pródigos en cariño a nuestros artistas y nuestros actores de la cultura, entre los que están los críticos.

Disculpen todo este rollo pero esto es una “no crítica”. Y como es lo que fundamentalmente ejerzo en mi blog reitero que emprendo algo para lo que no estoy preparado. Y como no estoy preparado me limito a decir que este Ariodante de Händel me gustó y disfruté. Mis verdaderas intenciones para asistir al estreno en el Palau de les Arts eran por dos motivos: mi amor a la música barroca, incluyendo cualquier ópera cargada de arias da capo y recitativos, y en particular a este compositor, y la contemplación profesional de la dirección de actores, la escenografía y la iluminación en la ópera actual. Porque acostumbrado a vivir en el teatro y la danza contemporánea entre el minimalismo, palabreja que se usa como eufemismo de pobreza, tampoco está mal asistir a una función con medios económicos amplios para construir un decorado que, sin ser tan fastuoso como en otras óperas, sí tenía sus atractivos y su funcionalidad. Así que se unió una mezcla de gozo artístico con examen profesional de crítico de Artes Escénicas.


No voy a opinar del campo musical. Eso para quienes saben. Pero como aficionado melómano, y ahondando en los comentarios, sobre todo del amigo de Opera World que tenía al lado y de César mi compañero de página en los descansos y en su crítica del sábado en Las Provincias, la Orquesta de la Comunidad Valenciana brilló a un nivel mágico, con una diligencia máxima en la dirección de Andrea Marcon, experto en el estilo barroco. También me lo pareció a mí, porque la sensibilidad me afloró al máximo y me dejé llevar por esos sonidos tan característicos y a veces tan bellamente repetitivos de Händel. Soy de los que solo aplauden al final de una obra o antes de sus descansos, como siempre ha sido, pero no me quedó más remedio que hacerlo efusivamente con la extraordinaria interpretación del “Scherza infida” tanto en el plano musical como en el sentimiento puesto por la mezzosoprano Ekaterina Vorontsova. Qué belleza.

También me pareció que brillaron a excelente nivel los vientos, donde el canto de Händel se sentía en las trompas, trompetas, oboes y un excelente fagot, como la cuerda, muy potente sobre todo en algunos momentos del segundo acto. Me cautivó mucho la parte del bajo continuo de los clavecinistas Giulio de Narco e Inés Moreno, el violonchelo de Alex Jellici y la tiorba de María Ferré, ese instrumento signo de melodía antigua que cuando lo citas parece que sepas de música.

Dicho esto, y visto que usted ya ha comprobado que en música sólo me dejo llevar por la emoción y mi sensibilidad, o sea, mis gustos, me voy a la parte artística y teatral. Ahí estoy a mis anchas, aunque no me quedará más remedio que referirme a alguna cuestión musical cuando hable de los intérpretes porque es indestructible la unión entre voz y actos de un personaje: autonomía no es lo mismo que independencia.

La dirección escénica era del londinense Richard Jones (1953). Atractivo por ser un director discutible en otros tiempos en que aún no habíamos visto de todo en un escenario. Aún recuerdo la que se lio en aquellos tiempos donde gozábamos de la paradoja del éxito del paso de España a la modernidad en el famoso 1992 olímpico con una crisis económica que nadie entendió y que nunca se supo si fue porque estos fastos nos arruinaron pero no se podía decir o porque había que irse adaptando al euro y faltaba menos de una década. Lo cierto es que su propuesta de El anillo del nibelungo en el Coven Garden de Londres fue denostada e incluso portada del Sun. Eran otros tiempos. Hoy ya nos hemos acostumbrado hasta a las extravagancias.

También tuvo sus reproches en el teatro. Su adaptación de El sueño de una noche de verano de Shakespeare le valió el calificativo peyorativo de “vándalo” por sus jugueteos. Decían que era una barbaridad sin teatralidad ni magia. En fin, fue atacado  por eso que llamamos “ataques de director”, que para algunos es muestra de genialidad y para otros falta de respeto al sentido de la obra. Lo cierto es que no ha parado de dirigir óperas y críticos como David Pountney lo ha valorado como el mejor director británico del  momento.

Ese jugueteo también es palpable en su propuesta escénica de Ariodante, estrenada en 1735 y que no llegó a verse en España hasta 2006 en el Liceo de Barcelona. Para empezar, haciendo aún más escocés de los años setenta del pasado siglo el libreto de Antonio Salvi extraído de los libros quinto y sexto del Orlando furioso de Ariosto. De esta forma, el vestuario de Ultz, que puede parecer pobre, está adecuado a los pantalones y jerséis de aquellos años entre lo jipi, lo hortera, el mal gusto y lo macarra. No falta el rey escocés con su kilt, que se convierte en característica de máximo mandatario, ni ese duque de Albania aspirante al trono y rival de Ariodante, Polinesso, interpretado por el contratenor francés Christophe Dumaux, religioso con sotana incluida que muestra su verdadera personalidad impulsiva cuando se la quita y descubre su aspecto de garrulo de vaqueros y tatuajes. Un buen juego con el doble carácter del personaje, sacrosanto en apariencia y depravado en el fondo.

La dirección de los actores principales fue fabulosa. Bien manejados en la expresividad, en el contorno de sus movimientos y en la adecuación del gesto a la interpretación operística. Aunque la entrada de Ariodante, Ekaterina Vorontsova fue demasiado tenue y apocada, pero a partir de su regreso después de su ausencia logró un esplendor absoluto tan convincente que fue cuando despertó las mejores sensaciones, culminadas por el aplauso largo tras el “Scherza infida”. Muy correcta Ginevra, la soprano Jane Archibald, ágil y conmovedora en su enorme depresión y su rebeldía interior ante las acusaciones de adulterio. Como convincente el rey, el bajo Luca Tittoto, que en todo momento convencía de su autoridad. David Portillo, impetuoso correteando, y Jorge Franco también estuvieron correctos.

Pero si hubo una interpretación por encima del resto y destacable incluso por la potencia de su voz y la expresividad de sus gestos y movimientos fue la de la soprano estadounidense Jacquelyn Stucker como Dalinda. Sensacional ejercicio interpretativo que encandiló. Supo situar su personaje en el papel antagonista de Ginevra, ser el centro involuntario del engaño y arrastrar su culpa cuando se  descubre, y sus deseos para acabar siendo la pobre chica maltratada por las circunstancias. Parecía que lo suyo fuera el teatro tanto como el bel canto.

Pero donde flaqueó la dirección de actores de Jones fue en el supuesto coro. Digo supuesto porque eran más bien figurantes, salvo en los dos momentos cantados del primer y tercer acto. No sé para qué estaban tanto tiempo en el escenario, incluso para los momentos donde el rey hubiese necesitado más intimidad. Esa salida en fila india tampoco fue muy lúcida, así como las danzas, más parecidas al paso de jota que al de un elegante minué, muy poco elaboradas coreográficamente, o al menos así me lo pareció porque no decían nada del otro mundo a quienes estamos acostumbrados a la danza contemporánea donde ya hemos visto de todo también. Aún me pregunto si era necesario no disimular mejor al gaitero escocés interpretando en las fiestas porque parecía de cine mudo cómico, y podría haberlo escondido un poco en un lateral en lugar de en el centro y así darle la dimensión espacial real y no quedase como un tópico necesario porque sin gaita no hay Escocia.

Y partiendo de estos figurantes y a veces coro, observamos que servían sobre todo para cambiar tanto mobiliario de sitio. Porque ahora toca hablar de la escenografía natural asequible, que es esa que mantiene la textura propia de la realidad, y tanta mesa y sillas enclaustraban al coro y le impedía o entorpecía algunos movimientos. También quizá los gestos de las conversaciones entre ellos podrían haber sido un poco más elaborados porque en ocasiones parecían de teatro amateur.

Ello me hace pensar en la escenografía del palacio real, cabaña en su interior dividida en tres espacios: cocina, sala central y habitación. Con un porche de entrada a la izquierda del espectador, bien utilizado para las justas escenas al aire libre. Maravilloso, en serio. Ojalá viésemos más escenografías como esta en el teatro. Pero ese espacio central estuvo desaprovechado (¿por el exceso de mobiliario susodicho?), mientras que en los dos laterales sucedía lo más interesante para un amante de teatro. En la cocina se palpaba la inquietud de Dalinda y en la habitación la desesperación de Ginevra. De hecho, me pareció más interesante el juego de miradas y reproches de ambas mujeres en el momento final en que Ginevra decide sacar su rebeldía y pensar por sí misma que lo que estaba sucediendo en la apoteosis festiva final de la escena central.



Es precisamente en la habitación donde sucede el momento argumental más conjuntado entre la música y la interpretación. Fue lo más interesante teatralmente. Es la escena sexual de Polinesso y Dalinda. Durante el canto de Ariodonte se para la acción en la habitación pero cuando queda la orquesta se produce el abuso consumado de Polinesso. Extraordinario juego de intercambios entre música y teatro. Tampoco estuvo mal la irrealidad de las puertas, con llave incluso, como pequeña barrera que nunca obstaculizó la visión de las escenas, o el sentido de colgar tantos retratos de la hija, demostrando el amor de su padre el rey, o la de colocar las guirnaldas de corazones, con bandera escocesa incluida, quitados cuando se descubre la supuesta infidelidad. Y los cuchillos. Era coleccionista este rey. Así, pues, la escenografía de Ultz sí tenía un alto componente para el juego dramatúrgico y lo consigue, aunque, reitero, la dirección le podría haber sacado más partido a la parte central y al coro.

Mención aparte merecen los títeres de Finn Caldwell y Nick Barnes. Finalizar los actos con la expresión de los sueños o del futuro deseado por medio de su manejo está muy logrado. Con el amor en el primer y el tercer acto y la formación de una familia llena de hijos, pequeño detalle cómico, frente a la imaginación de Ginevra en el segundo, ataviándose como mujer fácil que acaba prostituyéndose y ejerciendo el oficio de bailarina erótica de pole dance. Aunque en esos momentos me acordé del poder de los títeres de Bambalina o de Ana Kurikka y Joan Ballester con Nacho Diago. Igual de buenos que  los británicos. No entiendan mal, que no he dicho por qué no había artistas valencianos, que no somos chauvinistas y creemos en la libertad artística.

Esperaba mucho más de la iluminación de Mimi Jordan Sherin. Avalada por haber trabajado en los mejores teatros del mundo, daba la impresión de que iba a existir un diseño con muchas variaciones de tonalidad. No fue así. La combinación de luces no ofrecía apenas matices entre el máximo esplendor y el tono intimista. En el teatro español actual vemos diseños de iluminación mucho más elaborados y laboriosos con la ambientación, sin que parezcan árboles  navideños. Incluso me pareció necesario haber realzado mucho más a Ariodante en el proceso de su dolor ante el engaño o a su regreso del naufragio.

Dicho esto, me ha servido para seguir comprobando el empuje de lo teatral dentro de la ópera actual. Hoy es fácil de comprobar en nuestro ordenador aquellas óperas donde la interpretación era inverosímil o el verismo era una obligación. Ahora todo es creíble, a pesar de argumentos como el de Ariodante con el sentido del honor y la virtud por bandera, tan anticuados, a lo que responde la reacción de Ginevra en el desenlace y que ahora podemos citar ya que no la podrán ver: un verdadero corte de mangas a todos los que la han engañado o condenado por algo que no cometió. ¡Hombres estúpidos con los duelos y el honor! ¡Que les den!, nos dice cuando elige vestuario ella misma ante Dalinda, que quedará cargada con la culpa por su deseo de consecuencias incalculadas. Y ese gesto señalado de autenticidad, que no es irse a hacer autostop sino tomar las de Villadiego diciendo aquí estoy yo para hacer lo que me plazca. Así que todo queda, afortunadamente, como un canto a la decisión de la mujer y contra las costumbres masculinistas y las rigideces morales.

Muy bien los puntos intimistas. Menos redondos los corales. Muy bien la escenografía. Menos la iluminación. Pero disfruté con la propuesta de Richard Jones, atrevida, fresca y valiente. Y más aún con la orquesta, que para una de las partituras menos conocidas de Händel deleitó hasta poner los pelos de punta. Cuatro horas en las que me mantuve entusiasmado y quieto en mi silla, salvo en el primer acto donde había una pareja hablando en la fila delantera y ella continuamente escribiendo en su teléfono móvil. Parecían turistas en la ópera. Afortunadamente se aburrían y se fueron en el primer descanso.

Reitero mis excusas por meterme donde no me llaman. Pero no podía dejar de creer en la ópera también como gran espectáculo teatral con música. Y más cuando su argumento es bastante simple pero con anagnórisis como los del Barroco, lo cual no exime de tener calidad. Al fin y al cabo, ¿qué son los musicales actuales sino una copia actualizada de la ópera pero dirigida a públicos poco exigentes? Tampoco sus temas se alejan mucho, porque lo del amor y las virtudes andan por la historia de la música como Pepe por su casa.

Perdón por la intromisión. No es falsa modestia: es la sinceridad de la no crítica.

J.V. Peiró

FICHA ARTÍSTICA

Dirección musical: Andrea Marcon. Dirección de escena: Richard Jones. Escenografía y vestuario: Ultz. Iluminación: Mimi Jordan Sherin. Coreografía: Lucy Burge. Dirección de escena de marionetas: Finn Caldwell. Diseño de marionetas: Nick Barnes, Finn Caldwell. Intérpretes: Luca Tittoto, Ekaterina Vorontsova, Jane Archibal, David Portillo, Christophe Dumaux, Jacquelyn Stucker, Jorge Franco. Cor de la Generalitat Valenciana dirigido por Francesc Perales. Orquestra de la Comunitat Valenciana

Producción del Festival d’Aix-en-Provence, en coproducción con la Dutch National Opera & Ballet, Canadian Opera Company y Lyric Opera de Chicago.

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