El trueno cae y se queda entre las hojas

viernes, 21 de octubre de 2022

 

  

        El pasado está en mi presente

            Mientras estemos muertos

                José Ovejero

                Madrid, Páginas de Espuma, 2022, 153 páginas.



        José Ovejero ejemplifica en su nueva novela Mientras estemos muertos bastantes ideas expresadas en La ética de la crueldad, premio Anagrama de ensayo en 2012. Diez años después nos ha obsequiado con esta narración que muestra una de las premisas de ese ensayo: la crueldad es omnipresente y también en la vida cotidiana. Formula una representación de la misma intentando golpear al lector con la imaginación haciendo sentir los golpes para romper su pasividad y provocarle una reacción con escenas donde la violencia psicológica está presente.

Ovejero (1958) siempre trató de impactar al lector, como en sus novelas Las vidas ajenas (2005) y La invención del amor (2015). Con realismo tremendista cuenta la historia de una familia de clase obrera, inmigrante, que va progresando en los años del tardofranquismo.  El hijo narra la vida familiar con sus tensiones, la violencia doméstica silenciosa, a veces algo sádica, sus amores y el péndulo de su clase social. De todos ellos desea escapar, como los animales entre los que crece.

En quince capítulos nos narra su crianza con un padre autoritario y una madre silenciada, entre unos hermanos nacidos en la época del baby boom. Cada uno puede leerse como un relato autónomo, como un cuento separado del resto. La crueldad está presente al ser innata al ser humano y llega a crear situaciones psicológicas complejas. Casi de terror en la etapa infantil. Ya en el primer capítulo, “Matar a un perro”, vivimos esa proyección de dominio paterno con educación en la violencia con una metáfora como es la caza. Enerva observar cómo el padre presiona al narrador-protagonista para matar al animal. Prosigue con la historia de sus abuelos y la fuga de Perro, que será semejante a la continua del personaje de los espacios habitados en el pasado. Le siguen las crueles historias de colegio, donde también vive la violencia, el servicio militar, el impacto de los primeros contactos con el sexo, el suicidio, la muerte de familiares, el ascenso social, la creación literaria y el amor en los capítulos “Do you love me” y “Él, ella”, hasta que llega la muerte del padre, con dos versiones en realidad complementarias, un recurso hábil para dar una visión completa en perspectiva desde lo personal.

Sin duda, uno de los aspectos destacables es el metaliterario. Ovejero nos habla de los procesos de escritura, de la inspiración y hasta del estilo. Incluso cita al escritor Manuel Vilas en su relato sobre las botas de trescientos cincuenta euros, otra forma de plantear el arrepentimiento y el progreso socioeconómico personal. Lo contrapone al de esos escritores criados entre bibliotecas “del salón de papá y mamá”. Unos acercamientos que existen en la realidad. Curiosas alusiones a las invitaciones a la Zarzuela con unos párrafos sin desperdicio.

Una autoficción en toda regla, con lo biográfico salpicado por la invención continua donde incluso el autor aparece (“Las orejas de Ovejero en movimiento”, “Ovejero el transgresor”). Memoria e invención se unen hasta su fusión. Una novela donde lo pulcro queda diluido en los golpes de su prosa que provocan incomodidad pero al mismo tiempo avidez lectora. Solo por la lectura del capítulo “Agfa Synchro Box” ya merecen la pena su páginas. O por “Él y ella” escrito en párrafo único al que se añade otro de remate en seis líneas. “Ahora floto, cabrones”; una frase de la novela que es un buen resumen de la intencionalidad del protagonista: pasar factura a los orígenes.

©José Vicente Peiró


miércoles, 28 de septiembre de 2022

     



GUARDIANES DE LA MORAL

Ficciones, las justas (La nueva moral en el cine, la música y la pornografía)

Jesús García Cívico – Eva Peydró – Carlos Pérez de Zirira – Ana Valero.

Editorial Contrabando, Valencia, 2022, 177 páginas. Ensayo.

 

Estamos conociendo la existencia de manifestaciones en Irán en protesta por el asesinato de una joven de origen kurdo en una comisaría porque llevaba el velo, el hijab, mal colocado. Un acto reprobable y desproporcionado que, en realidad, ha provocado una reacción contra los dictados patriarcales derivados de una inadaptación de preceptos morales o religiosos. Un acto de unos llamados “Guardianes de la moral”.

Pero qué antiguos son los dirigentes religiosos iraníes. Esta manera de guardar la moral vigente hoy es vetusta y está obsoleta. Hoy en día tenemos otros métodos, sobre todo en el mundo capitalista de raíz cristiana, más sofisticados y derivados de la concepción excesiva de los medios de comunicación como cuarto poder, a lo que habría que añadir al servicio de los poderosos. Una nueva moral derivada del fracaso de la educación, que nos enseñó a leer y a escribir para ser objetos laborales y consumistas en lugar de fomentar el pensamiento crítico  y así tener en estado de ataraxia a la población, que deja de tener valor y se sumerge en un pensamiento único que protege el sistema capitalista egoísta e individualizado, alejado del concepto globalización porque solo sirvió para lo económico. Nada más hay que asistir al actual debate de los impuestos en España para darnos cuenta de la sarta de mentiras lanzadas a lo emotivo, porque da lo mismo el conocimiento de la materia: vivan las sensaciones. Esto lo digo yo, no el libro Ficciones, las justas (La nueva moral en el cine, la música y la pornografía), pero después de haberlo leído.

Jesús García Cívico, Eva Peydró, Carlos Pérez de Zirira y Ana Valero, sus autores, examinan esta nueva censura de moral férrea que nos invade a partir de ejemplos de objetos artísticos y su impacto como cambios culturales en un ámbito general y en el cine y el audiovisual, la pornografía y la música respectivamente. García Cívico resume las ideas que tienden a la práctica popular de retirar el apoyo a personajes públicos y empresas cuando existe algo políticamente incorrecto que determinados sectores consideran discriminatorio u ofensivo. Esto ha generado una nueva sensibilidad con un moralismo artificial instaurador de un cambio cultural hasta llegar a la nueva expresión llamada “cultura de la cancelación”, esbozando ejemplos que serán más detallados en cada estudio.

García Cívico titula el suyo “La nueva sensibilidad: tentativas de comprensión desde el cambio cultural”. Son textos estructurados como píldoras que ejemplifican esta nueva moral que incluso acude al pasado para censurar conductas que en otros tiempos estaban normalizadas. Por sus líneas pasan los casos del futbolista Maradona y los calificativos recordados después de su fallecimiento, el uso de la palabra “negrito” en referencia a Edinson Cavani, también futbolista, que en Uruguay no tiene el valor despectivo que se le atribuyó por estos censores de la moral, falsedades como el “Tour de la Manada” que nunca existió, la elevación de Dora Maar para acusar a Picasso de ser su sombra y un maltratador, los casos del #MeToo, la degradación de Woody Allen y Roman Polanski a la categoría de monstruos, la situación de Kevin Spacey y otros muchos ejemplos. La sumisión de la mujer, la homofobia y el desprecio étnico son ideas a combatir pero han dejado muchos cadáveres sociales. Bajo la moralización explícita se ha sojuzgado a la ficción, confundiendo a la persona con su producto artístico, lo cual está provocando que muchas obras clásicas estén condenadas al ostracismo. Y las redes sociales han sido el medio más potente para expandir una idea censora que lleva como consecuencia la cancelación.

La orientación de conductas es el objetivo de esta moral social que actúa lentamente como una serpiente a la caza de un roedor. Sin embargo, el crítico no debe obviar el trasfondo ideológico de una expresión cultural para lo cual adoptará los criterios de exigencia y rigor. García Cívico, con este sentido, no plantea soluciones sino que establece preguntas acerca de la licitud de esta nueva moral que, de forma hipócrita, acepta las orgías de Berlusconi y las aplaude. No hay cancelación para los políticos populistas pero sí para la cultura.

El ejemplo de Bernard Pivot y su programa de televisión Apostrophes con respecto  al escritor Gabriel Matzneff en los años noventa del siglo XX ilustra muy bien los cambios. Cuando expresó sus artes de seducción con niños y niñas de diez a quince años, solo reaccionó contra la idea de que la literatura sirva de coartada contra la pedofilia Denise Bombardier. Todo ha cambiado: lo que antes era y hasta naif  o una boutade exhibicionista asumida, hoy escandaliza. El problema está en el ejercicio del “judo moral”. Hoy en día la batalla diferencial se gana con likes y parece el objetivo de esa izquierda wake que ha sustituido a la preocupada por la distribución de la riqueza, la igualdad social por la defensa de identidades de las minorías. Ello ha creado una nueva sensibilidad identitarista de pertenencia a clases, para caer en un relativismo cultural peligroso, examinado con lupa por García Cívico para hacernos reflexionar si en ese magma absurdo en que nos estamos moviendo no acabaremos en manos de quienes precisamente son más censurables que los censurados.

Eva Peydró camina por la censura en la ficción audiovisual. Recuerda que se sistematizó corporativamente en Europa a partir del Concilio de Trento, con las listas de libros prohibidos, suprimida hace relativamente poco, en 1966 con el Concilio Vaticano II. En él se incluían autores como Balzac y Sartre y obras cumbres como Madame Bovary de Flaubert y Los miserables de Hugo. Da un repaso por el puritanismo, estudiando a fondo la cinematografía en los Estados Unidos y el conocido código Hays. Y también en España, con toda la historia de nuestra censura desde su asentamiento en la dictadura de Primo de Rivera  y su institucionalización durante el Franquismo. Prosigue para ejemplificar la cultura de la cancelación con casos de #MeToo  y actrices como Whoopi Goldberg, Kevin Spacey, Woody Allen y Polanski, planteando si debemos ocultar la filmografía de James Fox porque tuvo relaciones con Angelica Huston cuando ella contaba con diecisiete años, o Lars von Trier, porque declaró en su día que simpatizaba un poco con Hitler y fue acusado de acoso por la cantante Björk, para rematar con una detallada narración acerca del caso de Bertolucci y El último tango en París, antes idolatrado precisamente por padecer la censura y hoy vilipendiado a causa de unas palabras de la actriz María Schneider por un rodaje de hace cincuenta años. ¿Y qué hacemos con desapercibido cine de John Waters? Muy interesante es la consideración de la interpretación de personajes de una raza por actores de otra raza. Y un excelente remate con el macartismo.

Ana Valero comienza indicando que acercarse a la historia del sexo es acercarse a la historia de la censura. La sexual es la obra transgresora por antonomasia. Plantea un recorrido desde la Grecia clásica para llegar al concepto moderno de pornografía que pervive y que deriva de la era victoriana del siglo XIX. Pero el artista pone su mirada en lo que la sociedad califica de obsceno, siguiendo la frase de Strindberg sobre la definición del artista como aquel que pone la mirada donde los demás la retiran. Valero va desgranando ejemplos muy representativos de prohibiciones, algunas curiosas como la de Ulises de James Joyce o la censura de parte del argumento tan poco erótico de El proceso Paradine de Hitchcock por el código Hays. La conclusión es que el sexo sigue siendo incómodo en el siglo XXI y esboza varios ejemplos acaecidos en la pasada década para demostrar la existencia de una censura sobre las obras de arte en varios museos, hasta llegar a la extensión de la pornografía en los años setenta pasados, hoy en día denostada por el feminismo antipornográfico que lo acusa de ser un potente mecanismo perpetuador del sexismo y la violencia contra las mujeres con la estereotipación de los cuerpos y la cosificación de la mujer. ¿Qué hacemos con los desnudos pintados hace cinco siglos? Si las redes sociales censura de forma automática un pezón femenino alegando provocación sexual, ¿no se estará fomentando la reafirmación del descontrol de los instintos masculinos? Esto me lo planteo después de la lectura de las últimas páginas sensacionales para quienes amamos el erotismo en todas las ramas culturales.

Pérez de Ziriza nos hablará de la música. Aunque discuto su afirmación inicial de que vivimos tiempos de transición: no, la transición hasta esta nueva moral de la cancelación ya la padecimos y ahora estamos en plena moral que en algunos países ya está llevando a la ultraderecha al poder por el efecto acción-reacción. Lo afirmado por Gramsci de épocas de claroscuros no me queda diáfano en estos momentos de variopinta censura moral de masas gregarias segmentadas. Pero lo acertadísimo del ensayo es su tratamiento de la cultura de la cancelación en los conciertos musicales, desmitificando las acusaciones de machismo a algunos estilos y revisando las prohibiciones en ámbitos públicos, algunas de ayuntamientos socialistas por la creación de un fango donde la ultraderecha se desenvuelve de maravilla, como en el caso de Zahara. ¿Y qué pasaría hoy con algún tema de Loquillo o Los Planetas? ¿Entenderán que “Me gusta ser una zorra” costó el puesto de director de televisión a José María Calviño? Pero no es solo el supuesto machismo sino conceptos como la supresión de cualquier canción que contenga la palabra alcohol. Excelente el repaso a la historia de Ryan Adams, que pasó del éxito al linchamiento público, acusado por siete mujeres de abuso sexual, y de Calamaro y C. Tangana, para rubricar con el oportunismo, seguramente crematístico, de aquel niño que fue portada del legendario disco Nevermind de Nirvana. La ridiculización judicial dejó en entredicho al adulto que fue niño.

Un libro excelente, necesario, escrito con una prosa divulgativa capaz de llegar a cualquier lector (salvo a quienes olvidaron que leer es algo mal que juntar letras) a unir a otros editados en estos últimos años, como Lo que la posverdad esconde de Enrique Herreras. Estamos en una nueva época; un momento donde hemos sustituido el pito y la gorra del policía por una campaña en redes sociales. No sabemos cuál será el resultado final de esta época con esta censura y conductas de cancelación pero sí que la corrección política es un pantano fangoso que va menoscabando la libertad de expresión hasta producir un cambio cultural de consecuencias imprevisibles. Libro imprescindible para quienes queremos entender la historia sociocultural del presente.

José Vicente Peiró

28 de septiembre de 2022

martes, 8 de marzo de 2022

 

ARIODONTE: UNA NO CRÍTICA DE METERTE DONDE NO TE LLAMAN

Ariodante

Fecha de estreno: 1 de marzo de 2022. Fecha de la crítica: 3 de marzo de 2022. Les Arts




Líbreme el cielo de meterme donde no me llaman como para hablar de Ariodante de Händel, ópera exhibida en el Palau de Les Arts de València. Soy crítico de Artes de Escénicas pero no de música ni de ópera. También un músico amateur con conocimientos justitos; de esos chicos de la EGB primeriza que salieron de los colegios e institutos cuando no existía la asignatura de música, se aprendía solfeo en academias privadas que los currantes no podían pagar y la flautita de “La Barcarola” de los Cuentos de Hoffmann de Offenbach era un aparato desconocido o al menos exótico. Teníamos mucha religión y Formación del Espíritu Nacional como para estudiar música. Afortunadamente, existía un músico salesiano en mi cole, Juan Montesinos, que entre sus clases de Lengua Española nos colaba las corcheas, por no hablar de sus clases lecciones de negras y compasillos excelentemente estimuladoras. Incluso nos enseñó algo tan útil como el que la poesía tenía ritmo.

Así que soy de esa generación ágrafa en música a la que hace cincuenta años no la educaron para distinguir un violín de un violonchelo o un gallo de una paloma. Aunque vistos los gustos musicales de tanta población habrá que señalar a los políticos y pedagogos escolares para decirles que sus leyes no han servido para educar en la sensibilidad musical sino para hacer lo mismo que nosotros: depender de la familia y de la interioridad personal para no ser un siervo de las canciones de moda pegadizas. Sensibilidad y buen gusto, para un tercio de la sociedad solo.

Algo cambió en BUP. Pasamos a tener como asignatura la historia de la música sin saber casi nada de conocimientos musicales teóricos o prácticos. Pero opté por aquello que sí estaba en el libro de Editorial Didascalia: una excelente historia de la música clásica desde sus orígenes remotos hasta las atonalidades  de Schöenberg y de Stockhausen más tarde. Ello me animó a, por mi cuenta, ir penetrando en el solfeo pero reconozco que el autodidactismo y Radio 2, luego Radio Clásica, no son los mejores métodos para ser hábil en la lectura de partituras, aunque poco a poco me enfrenté a los silencios y a las pausas como percusionista amateur. Hasta descubrí que el silencio tiene tanto arte como el sonido. También he de decir que he estudiado más musicología y vidas y obras de músicos que partituras. Me han interesado siempre los escritores.

Así que no sé qué pinto ahora escribiendo de una ópera. No tengo la competencia de mi colega de página en Las Provincias, el gran César Rus, ni la minuciosidad del recordado y añorado anotador durante los conciertos Alfredo Brotons. Recomiendo las lecturas de ambos y otro gallo nos cantaría si este país supiese qué es un crítico de cualquier clase y no lo distinguiese por ser un frustrado creador o un malvado que está al quite de cualquier pequeño fallo para cargarse el trabajo de años, aunque también reconozco que hay críticos a los que les gusta ir a la contra del acto artístico y parece que no les guste el teatro o la literatura, por hablar de mis disciplinas. No entiendo cómo nadie se ha preocupado por editar las críticas de Alfredo Brotons a estas alturas en un libro de homenaje, cuando además la empresa donde publicaba tiene (o tenía, ya no sé) editorial. Porque la crítica despierta el sentido crítico de las personas, valga la redundancia. Quizá sea una de las causas por las que su denuesto se ha puesto de moda, cuando no por cuestiones puramente económicas, hay que pagar la colaboración del crítico y el periodista de redacción lo lleva en su sueldo aunque sus conocimientos de la materia se adquieren con la lectura de la Wikipedia. O porque ha habido mucho exhibicionismo de algunos críticos. Bueno, un olvido más de esta Valencia tierra de las flores, de la luz y del amor… pero no de los detalles que escapen del si me sirves me vales. No somos pródigos en cariño a nuestros artistas y nuestros actores de la cultura, entre los que están los críticos.

Disculpen todo este rollo pero esto es una “no crítica”. Y como es lo que fundamentalmente ejerzo en mi blog reitero que emprendo algo para lo que no estoy preparado. Y como no estoy preparado me limito a decir que este Ariodante de Händel me gustó y disfruté. Mis verdaderas intenciones para asistir al estreno en el Palau de les Arts eran por dos motivos: mi amor a la música barroca, incluyendo cualquier ópera cargada de arias da capo y recitativos, y en particular a este compositor, y la contemplación profesional de la dirección de actores, la escenografía y la iluminación en la ópera actual. Porque acostumbrado a vivir en el teatro y la danza contemporánea entre el minimalismo, palabreja que se usa como eufemismo de pobreza, tampoco está mal asistir a una función con medios económicos amplios para construir un decorado que, sin ser tan fastuoso como en otras óperas, sí tenía sus atractivos y su funcionalidad. Así que se unió una mezcla de gozo artístico con examen profesional de crítico de Artes Escénicas.


No voy a opinar del campo musical. Eso para quienes saben. Pero como aficionado melómano, y ahondando en los comentarios, sobre todo del amigo de Opera World que tenía al lado y de César mi compañero de página en los descansos y en su crítica del sábado en Las Provincias, la Orquesta de la Comunidad Valenciana brilló a un nivel mágico, con una diligencia máxima en la dirección de Andrea Marcon, experto en el estilo barroco. También me lo pareció a mí, porque la sensibilidad me afloró al máximo y me dejé llevar por esos sonidos tan característicos y a veces tan bellamente repetitivos de Händel. Soy de los que solo aplauden al final de una obra o antes de sus descansos, como siempre ha sido, pero no me quedó más remedio que hacerlo efusivamente con la extraordinaria interpretación del “Scherza infida” tanto en el plano musical como en el sentimiento puesto por la mezzosoprano Ekaterina Vorontsova. Qué belleza.

También me pareció que brillaron a excelente nivel los vientos, donde el canto de Händel se sentía en las trompas, trompetas, oboes y un excelente fagot, como la cuerda, muy potente sobre todo en algunos momentos del segundo acto. Me cautivó mucho la parte del bajo continuo de los clavecinistas Giulio de Narco e Inés Moreno, el violonchelo de Alex Jellici y la tiorba de María Ferré, ese instrumento signo de melodía antigua que cuando lo citas parece que sepas de música.

Dicho esto, y visto que usted ya ha comprobado que en música sólo me dejo llevar por la emoción y mi sensibilidad, o sea, mis gustos, me voy a la parte artística y teatral. Ahí estoy a mis anchas, aunque no me quedará más remedio que referirme a alguna cuestión musical cuando hable de los intérpretes porque es indestructible la unión entre voz y actos de un personaje: autonomía no es lo mismo que independencia.

La dirección escénica era del londinense Richard Jones (1953). Atractivo por ser un director discutible en otros tiempos en que aún no habíamos visto de todo en un escenario. Aún recuerdo la que se lio en aquellos tiempos donde gozábamos de la paradoja del éxito del paso de España a la modernidad en el famoso 1992 olímpico con una crisis económica que nadie entendió y que nunca se supo si fue porque estos fastos nos arruinaron pero no se podía decir o porque había que irse adaptando al euro y faltaba menos de una década. Lo cierto es que su propuesta de El anillo del nibelungo en el Coven Garden de Londres fue denostada e incluso portada del Sun. Eran otros tiempos. Hoy ya nos hemos acostumbrado hasta a las extravagancias.

También tuvo sus reproches en el teatro. Su adaptación de El sueño de una noche de verano de Shakespeare le valió el calificativo peyorativo de “vándalo” por sus jugueteos. Decían que era una barbaridad sin teatralidad ni magia. En fin, fue atacado  por eso que llamamos “ataques de director”, que para algunos es muestra de genialidad y para otros falta de respeto al sentido de la obra. Lo cierto es que no ha parado de dirigir óperas y críticos como David Pountney lo ha valorado como el mejor director británico del  momento.

Ese jugueteo también es palpable en su propuesta escénica de Ariodante, estrenada en 1735 y que no llegó a verse en España hasta 2006 en el Liceo de Barcelona. Para empezar, haciendo aún más escocés de los años setenta del pasado siglo el libreto de Antonio Salvi extraído de los libros quinto y sexto del Orlando furioso de Ariosto. De esta forma, el vestuario de Ultz, que puede parecer pobre, está adecuado a los pantalones y jerséis de aquellos años entre lo jipi, lo hortera, el mal gusto y lo macarra. No falta el rey escocés con su kilt, que se convierte en característica de máximo mandatario, ni ese duque de Albania aspirante al trono y rival de Ariodante, Polinesso, interpretado por el contratenor francés Christophe Dumaux, religioso con sotana incluida que muestra su verdadera personalidad impulsiva cuando se la quita y descubre su aspecto de garrulo de vaqueros y tatuajes. Un buen juego con el doble carácter del personaje, sacrosanto en apariencia y depravado en el fondo.

La dirección de los actores principales fue fabulosa. Bien manejados en la expresividad, en el contorno de sus movimientos y en la adecuación del gesto a la interpretación operística. Aunque la entrada de Ariodante, Ekaterina Vorontsova fue demasiado tenue y apocada, pero a partir de su regreso después de su ausencia logró un esplendor absoluto tan convincente que fue cuando despertó las mejores sensaciones, culminadas por el aplauso largo tras el “Scherza infida”. Muy correcta Ginevra, la soprano Jane Archibald, ágil y conmovedora en su enorme depresión y su rebeldía interior ante las acusaciones de adulterio. Como convincente el rey, el bajo Luca Tittoto, que en todo momento convencía de su autoridad. David Portillo, impetuoso correteando, y Jorge Franco también estuvieron correctos.

Pero si hubo una interpretación por encima del resto y destacable incluso por la potencia de su voz y la expresividad de sus gestos y movimientos fue la de la soprano estadounidense Jacquelyn Stucker como Dalinda. Sensacional ejercicio interpretativo que encandiló. Supo situar su personaje en el papel antagonista de Ginevra, ser el centro involuntario del engaño y arrastrar su culpa cuando se  descubre, y sus deseos para acabar siendo la pobre chica maltratada por las circunstancias. Parecía que lo suyo fuera el teatro tanto como el bel canto.

Pero donde flaqueó la dirección de actores de Jones fue en el supuesto coro. Digo supuesto porque eran más bien figurantes, salvo en los dos momentos cantados del primer y tercer acto. No sé para qué estaban tanto tiempo en el escenario, incluso para los momentos donde el rey hubiese necesitado más intimidad. Esa salida en fila india tampoco fue muy lúcida, así como las danzas, más parecidas al paso de jota que al de un elegante minué, muy poco elaboradas coreográficamente, o al menos así me lo pareció porque no decían nada del otro mundo a quienes estamos acostumbrados a la danza contemporánea donde ya hemos visto de todo también. Aún me pregunto si era necesario no disimular mejor al gaitero escocés interpretando en las fiestas porque parecía de cine mudo cómico, y podría haberlo escondido un poco en un lateral en lugar de en el centro y así darle la dimensión espacial real y no quedase como un tópico necesario porque sin gaita no hay Escocia.

Y partiendo de estos figurantes y a veces coro, observamos que servían sobre todo para cambiar tanto mobiliario de sitio. Porque ahora toca hablar de la escenografía natural asequible, que es esa que mantiene la textura propia de la realidad, y tanta mesa y sillas enclaustraban al coro y le impedía o entorpecía algunos movimientos. También quizá los gestos de las conversaciones entre ellos podrían haber sido un poco más elaborados porque en ocasiones parecían de teatro amateur.

Ello me hace pensar en la escenografía del palacio real, cabaña en su interior dividida en tres espacios: cocina, sala central y habitación. Con un porche de entrada a la izquierda del espectador, bien utilizado para las justas escenas al aire libre. Maravilloso, en serio. Ojalá viésemos más escenografías como esta en el teatro. Pero ese espacio central estuvo desaprovechado (¿por el exceso de mobiliario susodicho?), mientras que en los dos laterales sucedía lo más interesante para un amante de teatro. En la cocina se palpaba la inquietud de Dalinda y en la habitación la desesperación de Ginevra. De hecho, me pareció más interesante el juego de miradas y reproches de ambas mujeres en el momento final en que Ginevra decide sacar su rebeldía y pensar por sí misma que lo que estaba sucediendo en la apoteosis festiva final de la escena central.



Es precisamente en la habitación donde sucede el momento argumental más conjuntado entre la música y la interpretación. Fue lo más interesante teatralmente. Es la escena sexual de Polinesso y Dalinda. Durante el canto de Ariodonte se para la acción en la habitación pero cuando queda la orquesta se produce el abuso consumado de Polinesso. Extraordinario juego de intercambios entre música y teatro. Tampoco estuvo mal la irrealidad de las puertas, con llave incluso, como pequeña barrera que nunca obstaculizó la visión de las escenas, o el sentido de colgar tantos retratos de la hija, demostrando el amor de su padre el rey, o la de colocar las guirnaldas de corazones, con bandera escocesa incluida, quitados cuando se descubre la supuesta infidelidad. Y los cuchillos. Era coleccionista este rey. Así, pues, la escenografía de Ultz sí tenía un alto componente para el juego dramatúrgico y lo consigue, aunque, reitero, la dirección le podría haber sacado más partido a la parte central y al coro.

Mención aparte merecen los títeres de Finn Caldwell y Nick Barnes. Finalizar los actos con la expresión de los sueños o del futuro deseado por medio de su manejo está muy logrado. Con el amor en el primer y el tercer acto y la formación de una familia llena de hijos, pequeño detalle cómico, frente a la imaginación de Ginevra en el segundo, ataviándose como mujer fácil que acaba prostituyéndose y ejerciendo el oficio de bailarina erótica de pole dance. Aunque en esos momentos me acordé del poder de los títeres de Bambalina o de Ana Kurikka y Joan Ballester con Nacho Diago. Igual de buenos que  los británicos. No entiendan mal, que no he dicho por qué no había artistas valencianos, que no somos chauvinistas y creemos en la libertad artística.

Esperaba mucho más de la iluminación de Mimi Jordan Sherin. Avalada por haber trabajado en los mejores teatros del mundo, daba la impresión de que iba a existir un diseño con muchas variaciones de tonalidad. No fue así. La combinación de luces no ofrecía apenas matices entre el máximo esplendor y el tono intimista. En el teatro español actual vemos diseños de iluminación mucho más elaborados y laboriosos con la ambientación, sin que parezcan árboles  navideños. Incluso me pareció necesario haber realzado mucho más a Ariodante en el proceso de su dolor ante el engaño o a su regreso del naufragio.

Dicho esto, me ha servido para seguir comprobando el empuje de lo teatral dentro de la ópera actual. Hoy es fácil de comprobar en nuestro ordenador aquellas óperas donde la interpretación era inverosímil o el verismo era una obligación. Ahora todo es creíble, a pesar de argumentos como el de Ariodante con el sentido del honor y la virtud por bandera, tan anticuados, a lo que responde la reacción de Ginevra en el desenlace y que ahora podemos citar ya que no la podrán ver: un verdadero corte de mangas a todos los que la han engañado o condenado por algo que no cometió. ¡Hombres estúpidos con los duelos y el honor! ¡Que les den!, nos dice cuando elige vestuario ella misma ante Dalinda, que quedará cargada con la culpa por su deseo de consecuencias incalculadas. Y ese gesto señalado de autenticidad, que no es irse a hacer autostop sino tomar las de Villadiego diciendo aquí estoy yo para hacer lo que me plazca. Así que todo queda, afortunadamente, como un canto a la decisión de la mujer y contra las costumbres masculinistas y las rigideces morales.

Muy bien los puntos intimistas. Menos redondos los corales. Muy bien la escenografía. Menos la iluminación. Pero disfruté con la propuesta de Richard Jones, atrevida, fresca y valiente. Y más aún con la orquesta, que para una de las partituras menos conocidas de Händel deleitó hasta poner los pelos de punta. Cuatro horas en las que me mantuve entusiasmado y quieto en mi silla, salvo en el primer acto donde había una pareja hablando en la fila delantera y ella continuamente escribiendo en su teléfono móvil. Parecían turistas en la ópera. Afortunadamente se aburrían y se fueron en el primer descanso.

Reitero mis excusas por meterme donde no me llaman. Pero no podía dejar de creer en la ópera también como gran espectáculo teatral con música. Y más cuando su argumento es bastante simple pero con anagnórisis como los del Barroco, lo cual no exime de tener calidad. Al fin y al cabo, ¿qué son los musicales actuales sino una copia actualizada de la ópera pero dirigida a públicos poco exigentes? Tampoco sus temas se alejan mucho, porque lo del amor y las virtudes andan por la historia de la música como Pepe por su casa.

Perdón por la intromisión. No es falsa modestia: es la sinceridad de la no crítica.

J.V. Peiró

FICHA ARTÍSTICA

Dirección musical: Andrea Marcon. Dirección de escena: Richard Jones. Escenografía y vestuario: Ultz. Iluminación: Mimi Jordan Sherin. Coreografía: Lucy Burge. Dirección de escena de marionetas: Finn Caldwell. Diseño de marionetas: Nick Barnes, Finn Caldwell. Intérpretes: Luca Tittoto, Ekaterina Vorontsova, Jane Archibal, David Portillo, Christophe Dumaux, Jacquelyn Stucker, Jorge Franco. Cor de la Generalitat Valenciana dirigido por Francesc Perales. Orquestra de la Comunitat Valenciana

Producción del Festival d’Aix-en-Provence, en coproducción con la Dutch National Opera & Ballet, Canadian Opera Company y Lyric Opera de Chicago.

jueves, 3 de marzo de 2022


TRES PERSONAS DISTINTAS EN UN ESTILO VERDADERO

Cardiovascular / Lluvia / Inquilinos

Paula Llorens

València, El Petit Editor, 2021, 117 págs. 



Tres obras de Paula Llorens editadas es un lujo. Es una de las autoras valencianas actualmente más fecundas y con mejor mano en la escritura dramática. Aunque sean obras primerizas, como Cardiovascular, Lluvia e Inquilinos, las tres obras que conforman este volumen editado por El Petit Editor, o sea, David Vidal, un trabajador cultural infatigable que ha tenido la valentía de dedicar publicaciones al teatro, lo cual puede suponer más pérdidas que beneficios económicos, pero algo necesario porque el teatro también se lee. Y no sé por qué no se lee más con lo cómodo que sería en estos tiempos de vida veloz.

Las tres piezas anuncian la gran escritora que es Paula Llorens y que hemos comprobado en su versión de Tirant o en Una guerra invisible, ganadora del premio Rafael de Cózar y candidata al Premio de la Crítica Literaria Valenciana este año, así como el trabajo nacido del taller Josep Lluís Sirera Insula Dramataria dirigido por Paco Zarzoso que organiza cada año el Institut Valencià de Cultura, Yana o la malaltia del temps. Porque son tres piezas primerizas en su trayectoria pero anuncian su capacidad para construir personajes con unos diálogos enfrentados.

Cardiovascular ofrece una excelente habilidad en el encadenamiento de personajes en las escenas lineales. Son diálogos entre dos, uno de los cuales quedará para el de la escena siguiente, con un procedimiento sucesorio muy atractivo. De esta forma, el discurso queda fragmentado y todo transcurre en paralelo. La novedosa estructura conforma distintas versiones sobre el amor, con encuentros fortuitos y pactados en la calle, en el bar, en el coche, en el instituto, en una consulta, en la parada del autobús, en el parque, en la cama o en el rellano de un edificio. Parejas enfrentadas, con frases breves para crear una tensión al hablarse sin tapujos.

Lluvia muestra más madurez, como expresa Gabi Ochoa en el prólogo, aunque no tanta avidez por lo original. Una reunión para cenar en la casa de Reme y Pedro. Han invitado a una pareja más joven Sergio y Lucía, consumada desde una cita de Internet. Pero hay un pasado oculto que al final saldrá a la luz. “Nunca llueve a gusto de todos”, como expresa Sergio, pero la lluvia alimenta los sueños y las esperanzas pero tiene augurios. Parece una comedia de parejas cuyo pasado no desea salir a la luz pero finalmente sale, como The real thing de Tom Stoppard. Ahí queda Reme como un personaje fuerte muy bien construido que abre lo cotidiano a lo extraordinario. Y al final, lo que ha de pasar pero manteniendo una tensión e incertidumbre.

Inquilinos, que obtuvo el Premio Dramaturgia Hispana de Chicago en 2018, penetra en el tema social de los desahucios. La familia de nuevo como víctima de la gestión gubernamental y bancaria. Perdió su casa y vive en el vestuario abandonado de un campo de fútbol.  Padre y  madre sin trabajo e hijas entre la ensoñación y la realidad. Antonia, la madre, deposita todas las esperanzas en un concurso televisivo adonde acuden con la esperanza de mostrarse como la familia ganadora. Pero algo sale mal y la cosa se complica. No siempre la voluntad permite el acceso a los deseos. Aunque al final alumbra una leve esperanza que desconocemos si se cumplirá.

Con toques de humor, Paula Llorens despliega en estos tres textos distintos su capacidad para crear argumentos. Diferentes en el tema, desarrollo y estructura. Parejas, pasados ocultos y asuntos sociales donde existe el denominador común del diálogo como eje dramático. Pero dentro de su estilo peculiar, se diferencian en la estructura de encadenamiento del primero, el estatismo escénico del segundo, el espacio del comedor, y el movimiento con saltos espaciotemporales y elipsis en el tercero. Más cotidianidad en uno, más tensión en otro y más alocamiento en el último. Tres desarrollos distintos bajo una misma línea. Ahí queda el enorme mérito unitario del libro.

JV Peiró


lunes, 31 de enero de 2022

 

No es solo un homenaje de recuerdo

Pasqualet de Vila-real. Ànima de dolçainer

Xarxa Teatre. Texts de Manuel V. Vilanova et alii.

Vila-real. Fiestacultura – Xarxa Teatre. 2021. 240 págs.



Algo que uno que es del cap i casal de esta ciudad estrábica siente es la admiración que en tantas tierras tienen por las tareas de conservación de su patrimonio, material o inmaterial, y su capacidad para recordar y rendir homenaje a quienes aportaron su trabajo y esfuerzo en su cultura. Y más cuando se trata de cultura popular, tantas veces menospreciada desde nuestros ámbitos académicos y por la propia ciudadanía que considera como algo menor y / o festivo sus aportaciones. Mientras en otros lares se crean cátedras de elementos de la cultura popular, en Valencia capital lo consideramos superfluo. No imagino un congreso donde se invite a especialistas en fiestas donde el fuego es protagonista mientras se están celebrando las Fallas, como ocurre en otras partes. Como ver a nuestro ayuntamiento editando un libro de canciones populares que no haya escrito un especialista universitario sino un vecino con cierta cultura y sentido de la investigación con ánimo de fijar la cultura oral, a la vez que editando otro sobre un ilustre paisano con una labor intelectual o artística encomiable. O sí: depende de tus afinidades personales y políticas. Algún día esto cambiará y yo no lo veré.

Escribo esto a propósito de una de tantas tareas pendientes por nuestras gentes, porque la sociedad “civil” tiene su culpa, y nuestros munícipes capitalinos: el mundo de la dolçaina valenciana. Ahí queda el ejemplo de Joan Blasco, con homenajes continuos de los dolçainers de la ciudad hasta el punto de resultar cansinos por ser del mismo formato repetitivo, pero sin un libro de especialistas o con participación de quienes convivieron con él en ese mundillo cuando había veinte dolçainers, o una recopilación de sus grabaciones y discos, que los hay. ¿Pero nos dirigimos a la concejalía de Cultura Festiva, a la de Patrimonio Cultural o a la de Acción Cultural? Yo personalmente me dirigiría a la de Patrimonio Cultural.

En cambio, en Vila-real sí se ha hecho esta tarea con su gran dolçainer: Pasqualet, Pasqual Juan Rochera según el Documento Nacional de Identidad. O el Grenya, para sus amigos. Xarxa Teatre, con Manel  V. Vilanova al frente y a cargo de la edición, lo ha querido recordar después de su fallecimiento el 15 de abril de 2020 con una publicación en estuche que contiene un libro fenomenalmente distribuido y ordenado, con un aparato gráfico soberbio y completo. Un recorrido por su mundo musical con artículos testimoniales del significado de la aportación de Pasqualet a la revitalización de la dolçaina, su trayectoria y la parte que le corresponde por su tarea dentro de la música en Vila-real. El estuche contiene también CD recopilatorios de su música, tanto como dolçainer como de su faceta de intérprete de swing con el clarinete y la propia dolçaina: El dolçainer de Tales, Pasqualet de Vila-real El Dolçainer, La Pasqualet Swing Band, Pasqualet a Xarxa Teatre, Pasqualet a les festes populars y Pasqualet a les festes folklòriques i rituals. Diríamos que su discografía completa, porque reúne todas las caras y estilos que desarrolló a lo largo de su vida.

El gran mérito de la obra es haber reunido las vertientes memorialística y estudiosa más el aspecto práctico, la música grabada. Pasqualet era el dolçainer popular participante en todas las fiestas populares de su pueblo pero también en otras iniciativas junto a Xarxa Teatre o como integrante de escuelas de dolçaina. Pero también su importancia radica en haber incorporado ritmos de moda, pop, latinos, swing, jazz o afroamericanos, incluso rock, a este instrumento valenciano de tesitura que no llega a dos escalas. Para quienes empezábamos interpretando piezas tradicionales Pasqualet era diferente por esta vertiente, no solo por lo bien que tocaba y eso que su formación era autodidacta.

Reconoce el libro en su introducción la escasez de estudios divulgativos sobre historia de dolçaina valenciana. Hay aproximaciones y artículos pero añoramos la creación de un gran trabajo como sí tienen otros instrumentos como la gralla en Catalunya. Cada uno habla de lo conocido pero no ha investigado lo suficiente. Como tantas veces en nuestra tierra, es la iniciativa individual, casi solitaria, la que llena los huecos que debería exigir rellenos una sociedad que realmente valorara lo suyo. De esta forma, este libro es un modelo perfectamente imitable en el futuro, cuyo homenaje no son himnos de excelencia o fotografías a veces insulsas sino una profundización en el significado del artista popular partiendo de su  hecho biográfico artístico. De hecho, pone la vida de Pasqualet en un contexto histórico en breves pinceladas, recordando el padecimiento de los poetas y artistas por la represión política tras la guerra civil de 1936 o que el protagonista siguió los pasos de aquellos dolçainers de Tales. Muy interesantes los párrafos de la transición donde siguieron existiendo prohibiciones.

La obra no se queda solamente en lo local. Hay un recuerdo a los músicos de otras poblaciones que se esforzaron en su día por mantener vivo el instrumento. Pero las citas no son de nombres sino de hechos de relieve, como el mérito de Joan Blasco de conseguir afinar las dolçaines en sol, además de escribir el primer método de enseñanza, porque cada una estaba afinada antes en un tono distinto según el artesano fabricante. Ello fue fundamental para la creación de la colla, el grupo de dolçainers i así se abandonó en cierta medida el concepto de individualidad del instrumento, solo acompañado de un tabalet o caja para dar ritmo a la melodía. Comparemos aquello con los grupos actuales que incorporan instrumentación de percusión, de viento o teclados, en principio ajena a la dolçaina pero que potencia la calidad musical. Vilanova ahonda en la marginación del franquismo a la cultura popular, a pesar de aprovecharla, y añado yo como en el caso de las fallas. La crítica podía existir y claro… Sin embargo, valora la fortaleza para mantenerla y su desarrollo por distintas poblaciones.

El tercer capítulo está dedicado al proceso de revitalización de la dolçaina, donde Pasqualet tuvo un lugar destacado. Es un buen estudio de esta evolución para a continuación adentrarse en los dolçainers de Vila-real a lo largo de la historia. Se aprecia el enorme trabajo de recopilación de conocimientos y datos puestos en orden con rigor investigador, de forma ordenada y precisa. Y es el quinto capítulo cuando Vilanova llega a Pasqualet, nacido en 1937, y a toda su evolución, con una estrategia acertada de retratar su apego a los distintos estilos. Un repaso cargado de citas y nombres que, sin embargo, no cae en ese modelo de libro anecdotario.

Personalmente, mi alegría creció con el capítulo sexto, dedicado a los tabaleters, siempre tan olvidados o relegados al acompañamiento inevitable o por imperativo del canon tradicional. Evidentemente, no falta ninguno de los que acompañaron a Pasqualet pero me he detenido sobre todo en el que he conocido, Pepe Vilanova. Él siempre valoró a su pareja musical como un apéndice suyo. Siempre me pareció que dignificaba la figura del percusionista como imprescindible para el desarrollo de sus melodías.

El séptimo lo escribe Óscar Luna, de Xarxa Teatre: “De Vila-real al món”. No hace falta añadir mucho porque el título lo expresa todo. Lo más destacable es la reproducción de diálogos recreados, la introducción de la memoria que nos conduce a la dimensión humana de Pasqualet. Los viajes, las anécdotas y la presencia internacional quedan fijadas para siempre. Le sigue el capítulo de Juanjo Pérez Vilanova en su faceta como músico de banda, para proseguir con la mirada hacia el futuro escrita por la dolçainera Paloma Mora, con una visión acertada sobre la enseñanza del instrumento como garantía de supervivencia.

El remate crítico sobre la música grabada por Pasqualet, excelente repaso que antecede a un epílogo que camina sobre el papel del dolçainer tradicional. Buen viaje, le desea el autor para poner el colofón a este trabajo envidiable, que debe marcar un antes y un después en los estudios de las artes populares que no debería ser potenciado con un verdadero centro de estudios. Como tampoco dejar de reivindicar la peculiaridad del instrumento con su funcionalidad dentro de la música popular pero también su maleabilidad con determinados estilos. Aunque no con todos.

Un gran libro que entusiasmará a los muchos dolçainers y tabaleters que ya tenemos afortunadamente, pero también al estudioso de la cultura popular. Un gran estuche para disfrutar del recuerdo de quien tanto hemos admirado: Pasqualet de Vila-real. Un grande de la música. Como también su autor Manuel V. Vilanova.

José Vicente Peiró

miércoles, 26 de enero de 2022

 

Opera prima feliz

Sara Olivas

Las manos

Granada, Valparaíso Ediciones, 2021, 76 págs.

 



De la poesía siempre se ha de esperar una voz nueva y distinta. Algo que no hayamos leído o escuchado. Estamos rodeados de versos, de metáforas convertidas en frases hechas por repetición, de estrofas de distintos poetas que suenan al mismo poeta, de manos creadoras que sulfuran sentimientos interiores con palabras huecas. Por este motivo, siempre es alegre leer algo ajeno que deposita sus sedimentos en el lector.

Eso sucede con la opera prima de la joven poeta valenciana Sara Olivas (1993). Aunque hable de su mundo no lo hace para aleccionar con su experiencia, algo que podemos rechazar quienes ya hemos corrido por muchas lecturas durante muchos años. Se limita a confesar partiendo de su mundo familiar con la admiración a sus mujeres. Su abuela fue un refugio. Trabajó durante toda su vida fuera de casa y después en el hogar dando un ejemplo de tesón. Un espejo al que mirarse. Como su madre, en su resignación durante una vida dedicada a su marido y a sus hijos, aunque más distante que la abuela. Y su hermana presente, la que se sienta a la izquierda de la abuela y posteriormente de ella. El padre, dibujado como una figura distante frente a ellas, representando a ese pater familias tradicional al que había que servir y que prefiere no tomar en cuenta. Feminismo reivindicado desde su individualidad, sin tener en cuenta eslóganes o lugares comunes: desde el interior más profundo del ser.

La ausencia de la abuela tras su muerte o la de la madre por su trabajo, siempre esperando su regreso para recibir un beso que nunca llegó, son lamentos de soledad, de talones tatuados por la tristeza. Nuestra “niña” que escribe ya adulta nunca supo pelar patatas. La hablante lírica no trabajó en el campo como la abuela, ni sus uñas se ensuciaron de tierra, ni de lejía, ni de aguarrás, ni de sueros, ni esputos. Su lucha es melancólica. Sus manos solo están manchadas de un lenguaje inventado: su herencia ha sido la escritura creativa, y su preocupación es qué dejará ella a quien le suceda en esa casa sin tejado que empieza a entrar en el olvido. El futuro le preocupa, como expresa en el último poema, “Las líneas de mi mano”. Porque está escrito, aunque no esté dentro de la casa porque es libre.

Formalmente, son poemas con potente ritmo interno. Alternan en extensión, aunque casi siempre los versos son breves e intensos. Destaca la aparición justificada a la derecha de la expresión “soyyoyosoy¿soyyo?”,  una repetición que plantea el dilema existencial de la poeta como un contrapunto personal a la tercera persona generalmente. No escatima la autora en los recursos gráficos para dejar su ego en oposición al ello, fundamentalmente al ellas. Incluso reconoce su admiración por Francisca Aguirre, Silvia Plath y Bibiana Collado, de quienes utiliza algunos de sus versos como epígrafe, además de observarse algunas influencias.

Pero sin duda algo de lo más destacable es la sensación de orden. De esa manera, Sara Olivas construye desde la palabra y el pensamiento sencillos en apariencia. En todo momento el poemario se sostiene con un equilibrio máximo, con una continuidad e incidencia en los mismos temas dando una unidad temática y formal de enorme consistencia. Un tema claro, con motivos bien expresados, deja al lector un placer máximo porque encuentra una obra pulcra, pulida y cuidada.

Hemos de tener en cuenta a Sara Olivas. Es una voz cálida que siente y nos hace sentir. Las manos es una obra construida con sentimientos que traducen referentes reales sin esquivar las metáforas y la diversidad de recursos. Es una poesía intimista en su concepción, próxima a la experiencia, pero sin caer en el ego ni en la expresión de haber sentido como si  nadie pudiese haberlo hecho: no alecciona, descubre. Su irrupción en el mundo de la poesía es una gran noticia y alimenta la idea de que cada día hay mejores autores. Viva la poesía joven. Pero no de quinceañeros que pasean su ego por Internet o por libros promocionados hasta la saciedad por los grandes almacenes.

J. V. Peiró


lunes, 24 de enero de 2022

 

La infrahumanidad

Pedro Montalbán-Kroebel

Nunca he tenido mejor foto que la de las Azores

Madrid, Ediciones Invasoras, 2021, 61 págs.

Lili Elbe

En El veneno en el aire (30 piezas breves de teatro antifascista)

Madrid, Ediciones Invasoras, 2021, pp. 161-168.




Desde 2002 en que publicó su primer texto teatral, Amor de madre, Pedro Montalbán-Kroebel no ha dejado de escribir literatura dramática. Algunos tuvieron la suerte de ser representados, como La fascinación de Gil-Albert en 2004, un libreto que daba la dimensión del buen oficio de un autor obsesionado por la pulcritud de las escenas y el hallazgo de la palabra exacta en cada situación. Pero hoy en día, por esos misterios inexplicables y decisiones inescrutables, cuando no absurdas, o de telones políticos corridos, que envuelven a la elección de las nuevas producciones teatrales, este “escritor de oficio”, en palabras de Nel Diago, parece estar vetado sobre todo en los escenarios públicos. Comprueben sus publicaciones editadas antes de 2021 y no hará falta añadir ningún comentario más: Amor de madre (2002), Darío Fo ¿Alcalde? (2004, 2008, 2010), La fascinación de Gil-Albert (2006), El último vuelo (2008), Podían saltar en el espacio (2008), Cuenta atrás (2008), Pájaros azules (2010), En esta crisis no saltaremos por la ventana (2011), Larga noche de silencio (2011), Perspectivas para un cuadro (2011), Faust. Versión de la obra de Johann Wolfgang von Goethe (2018), Las tetas de Tiresias. Versión de la obra de Guillaume Apollinaire (2018), A cara o cruz (2019) y Un inocente decir sí (2019). Pocos autores del panorama valenciano tienen tanta tinta impresa como Pedro Montalbán-Kroebel. O existe una correspondencia inversamente proporcional entre su tinta impresa y sus personajes en un escenario.

En 2021 ha vuelto a publicar Nunca he tenido mejor foto que la de las Azores. Pero también su creación breve Lili Elbe ha sido incluida entre las de treinta autores de piezas cortas del volumen El veneno en el aire (30 piezas breves de teatro antifascista), entre los que se encuentran algunos conocidos como Alberto de Casso Basterrechea, Gracia Morales, Raúl Hernández Garrido, Alfonso Plou, Jerónimo López Mozo, Juana Escabias, Antonio Cremades, Xavier Frías, Ruth Gutiérrez, Guillermo Heras, o Ruth Vilar. Ello da cuenta de su creatividad y de su dedicación a la escritura dramática sin pensar en si algún día se podrá contemplar representada en los escenarios. Da lo mismo: Pedro Montalbán-Kroebel tiene conciencia de escritor y de poner en valor su capacidad como creador de buenos argumentos que permiten reflexionar sobre distintos temas, tanto de actualidad como de las interioridades humanas.

Nunca he tenido mejor foto que la de las Azores es lo que usted piensa: un argumento que parte de la famosa foto del trío de las Azores que fue el preámbulo de la guerra de Irak en marzo de 2003. Puede parecer una pieza menor a tenor de su arranque con un diálogo donde José María está empeñequecido y ninguneado por su mujer Ana. Es la tragedia de un hombre ridículo. Pero poco a poco nos damos cuenta de que el título demuestra que Montalbán-Kroebel ha realizado un enorme trabajo de investigación y documentación para su creación salpicada por todo el texto. El título es la frase famosa pronunciada por el expresidente del gobierno José María Aznar después de la foto del trío de las Azores junto a George Bush y Toni Blair, con el portugués José Manuel Durão Barroso de anfitrión. Nada mejor que el humor para mostrar a un personaje a ridiculizar. La sátira política poco a poco va teniendo dimensión histórica aunque recree hechos ficticios, lo cual la aproxima a un modelo de teatro documento basado en el absurdo, en la incoherencia de los personajes, que parecen extraídos del universo valleinclanesco de deformación de la realidad para descubrir sus  miserias morales, como aclara el autor en el prólogo. Está más cerca de Valenciana que de Jauría o Bárcenas, todas con texto de Jordi Casanovas, y va más lejos en el humor ácido y corrosivo que El Rey de Alberto Sanjuán. Por tanto, adopta una visión cómica de los que fue un momento trágico de nuestra historia reciente, inspirándose en la documentación real y en las declaraciones de los propios protagonistas, sobre todo de Aznar, el centro de la acción. Mucho espíritu de fidelidad en una construcción infrarrealista.

El autor deambula entre dos tiempos históricos: 2003 y 1959. Respectivamente, alterna el momento de su decisión como presidente con su infancia. En el primero establece un diálogo con su esposa Ana, a la que José María compara con su madre por el rigor de sus observaciones. En la segunda, se le dibuja en la infancia como un niño marginado por el resto y a las órdenes de Juanito, se supone que su amigo Juan Villalonga en la vida real. En ambos casos, sucumbe ante las situaciones y siempre acaba soportando con resignación a su entorno. Pero a su vez, dentro de 2003, el tiempo camina por retrospecciones en días anteriores al famoso 15 de marzo en las Azores, vagando hacia su encuentro con Bush unas semanas antes, en una escena III de ridiculización de ambos, y del modo de ser estadounidense profundo, mientras que la infancia de José María se presenta con avances en el tiempo hasta llegar a un último encuentro con Juanito donde se “vengará” al haber llegado a ser presidente.

A veces, la postura de Ana (Botella, evidentemente) parece un enfrentamiento de José María con el sentido común. Incluso se ven los conflictos entre ambos, para llegar a llamarla “Lady Macbeth” o acusarla de abrazar el pacifismo, y decirle que solo hace falta que abrace el socialismo. Ella pone en cuestión sus decisiones y revela la mentira de la resolución justificativa de la invasión de Irak, mostrando su servilismo como un lacayo sin que se entienda más que como delirios de grandeza personal. Fracasa incluso en su papel asignado de intermediar en el apoyo de los países latinoamericanos, y menosprecia a Blair con cinismo. Pero no le faltan sus ejercicios de abdominales o la competencia atlética con Bush, con aquella conversación vergonzante sobre su capacidad como corredor. Pequeño en todo hasta en la interiorización de lo neocon.

En la escena X, bajo los acordes de la marcha militar estadounidense “Stars and stripes forever”, y las preguntas de una periodista, se produce la foto con un José María ridículamente vestido con una corona de cartón dorado del “Burger King” y calzoncillos y calcetines con tirantes bajo su traje invisible de emperador, situándose entre los monigotes Blair y Durão Barroso. Se remata la obra en la siguiente escena con Aznar reafirmando su decisión, y la frase que da título al texto, culminada con una voz femenina anunciando el suceso de Atocha consecuencia de su decisión absurda y propia de gobernante nada inteligente por no saber medir las consecuencias de sus decisiones.

Una obra que leída puede parecer demasiado irracional. Pero si la imaginamos representada no. Sería un buen producto y una buena muestra de que el teatro documento no solo infiere en temas con gravedad. Lo cómico es una magnífica arma. Sobre todo para humanizar hasta el inframundo a quien sacó pecho de sus delirios de grandeza.

Lili Elbe es un duelo, un esquema teatral donde Pedro Montalbán Kroebel se siente cómodo, como se puede deducir de la lectura de sus obras. La historia de esta primera persona con un cambio de sexo conocido. El duelo enfrenta a dos personajes históricos protagonistas de la efeméride: el sexólogo defensor de los homosexuales y quien castró sus órganos genitales masculinos a Lili Elbe, Magnus Hirschfeld, y Kurt Warnekros, el médico que continuó añadiéndole operaciones de trasplante de ovarios y posteriormente de útero. Magnus reprocha a Kurt su intervención, le pide explicaciones porque según él con extirpar el pene era suficiente. Pero para Kurt había que llevar más lejos la investigación científica. Incluso se afilió al partido nazi. Este representa al positivismo llevado al extremo, a la idea de la selección con el sacrificio de unos pocos “débiles” para el avance de la ciencia.

Del diálogo se aprecia hasta dónde puede llevar un régimen totalitario: “se empieza despreciando a algunos seres humanos y necesariamente se termina llevándolos al quirófano sabiendo que morirán”. El beneficio de la ciencia o de la nación por encima del ser humano acaba conduciendo al fascismo, porque lo que es necesario poner en relevancia el pensamiento que genera este proceso.

Sí, Lili Elbe es La chica danesa, la película de Tom Hopper. Y protagoniza la pieza de danza de Marta Carrasco Yo mujer, a Lili Elbe. A lo mejor esta pieza corta permite un ensanche ahora que está en boga el tema de la transexualidad. También puede resultar teatro de urgencia para que los pretextos no sirvan al auge de los fascismos y las conductas intolerantes. Nos hacen falta abrazos.

Dos obras que siguen ratificando el buen oficio de este autor al que esperamos que se lea por parte de los productores de teatro. Dos obras que son completamente dispares: de la comedia ácida y paródica al drama más duro; de la farsa a la tragedia. Siempre creo positivo el que haya autores capaces de cambiar de registros y de subgénero. Como Pedro Montalbán-Kroebel. La polimorfia y la pluralidad son también un estilo personal. En el fondo, los todoterrenos también circulan por las ciudades.

J.V. Peiró



miércoles, 19 de enero de 2022

 

Poesía del asalto

Las razones del hombre delgado

De Rafael Soler

Nueva York, New York Poetry Press, 2021, 161 páginas.

 



Les envío a Google para encontrar las referencias de este gran poeta y novelista valenciano, Rafael Soler (1947), con una obra prolífica posterior a un parón en su producción de dos décadas. Es el autor de esta tierra más editado en los últimos años. Y ahora lo hace en la prestigiosa New York Poetry Press, en cuya colección convive un buen número de los poetas hispánicos más importantes, con Las razones del hombre delgado.

Llamo a esta obra poesía del asalto. Porque el lector se dispone a la lectura tranquila de uno de sus poemas y repentinamente se ve asaltado por el asombro por sorpresa, casi a traición, con una palabra que golpea la placidez de la lectura  por su aparente inconexión con el sentido del verso anterior o su descontextualización como arma para profundizar en conceptos y sensaciones líricas. Lo placentero deriva en inquietud. Como dice Gamoneda, Soler libera las palabras cargadas con poderes surreales y las engarza en una sintaxis también liberada hasta de puntuación. “Notará en los comienzos / un desplome maxilar / frío en el costado”, nos dice. Corta ahí para seguir con otra estrofa, “y el borboteo / que todo adiós provoca”. ¿Tiene sentido? Mucho. Es la muerte, que será la de todos. Pero hay que vivirla como una certeza por lo que la templanza debe acompañarnos.

Todo lleno de imágenes irracionales, súbitas expresiones incandescentes, con un sentido escalofriante para acercarse al misterio de la vida y de la muerte. El verso es el arma para refugiarse del destino escrito y así decir que muero porque no muero (perdón Santa Teresa). O para atacar al pesimismo y a la estupidez humana. Por eso, su poesía  es una esperanza, una llama que sobrevive a la existencia donde lo lúdico, como lo gastronómico y el buen alcohol tan recurrentes, debe estar presente para disfrutarla. Es por ello, que los versos rezuman optimismo a pesar de ciertas situaciones feístas o sarcásticas.

Con la vida presente en la muerte gracias a las muchas perplejidades que combina Rafael Soler para asediar al lector. Su hermetismo es solo aparente porque nos habla de “desvivir y desmorir”, como en el poema “Con méritos probados”. ¿A qué santo el cuero se apoca por lo que hay que disculparse (“Disculpe usted”) : puñetazos de la palabra para no dejar indiferente al lector. Y formalmente con una buena variedad de versos pero siempre guardando el ritmo inherente a la buena poesía en sus combinaciones con golpes matemáticos para capturar el caos léxico.

Un poemario de los que dejan huella. Con los opuestos y contradicciones llevadas al extremo, como en Ácido almíbar (2014) de uno de sus anteriores libros. ¿Por qué no unir las diferencias? Dan sentido a nuestra existencia porque está llena de momentos tristes y alegres. Plagada no, por favor, que la vida es bella y hay que aceptar que un día se termina como todo lo bueno. Vivimos en un balanceo de contrastes y nadie mejor que Rafael Soler para recordárnoslo incluso con un sentido optimista y vitalista. Y nada de vagas moralidades: a vivir que son dos días.

J.V. Peiró

viernes, 14 de enero de 2022

 

A propósito de la novela histórica

El primer tetrarca

Gregorio Muelas

Valencia, Olé Libros, 2021, 299 páginas.



Lo siento por mi amigo Gregorio Muelas, a quien aprecio y admiro, porque su novela El primer tetrarca me va a servir de pretexto para cuestionar un sugbénero literario que admiré como es el de la novela histórica. Pero no me interesa su deriva desde principios de este siglo. Si en los años ochenta padecí la enfermedad de la novela negra, en los noventa sufrí un ataque de novela histórica pero no tradicional sino transgresora: con más invención y ficción que historia porque las asignaturas de Historia que se estudiaban en la carrera de Filología ayudaban a distinguir las virtudes y las diferencias entre discurso histórico y discurso de recreación histórica.

Nadie me puede acusar de odiarla. Uno de los cursos de doctorado que elegí hace treinta años fue La novela histórico-romántica en España. Hay que ver cómo me interesa llegar a conocer personajes y sus aventuras en un marco del pasado. Pero dado mi ímpetu en los confines de lo juvenil, no permanecí leyendo y estudiando El señor de Bembibre de Gil y Carrasco, El doncel de don Enrique el Doliente de Larra o Sancho Saldaña de José de Espronceda, además de joyitas como Ni rey ni roque de Patricio de la Escosura o La conquista de Valencia por El Cid de mi olvidado paisano Estanislao de Cosca Vayo (o Kostka). Y, por supuesto, novelas extranjeras capitales como las de Walter Scott, Manzoni o Flaubert.

Pero no me quedé ahí. Viendo el giro que había dado al subgénero Umberto Eco en 1982 con El nombre de la rosa, me aproximé a sus nuevas características. Y sobre todo a la excelente novela histórica hispanoamericana, con ejemplos deslumbrantes sobre dictadores o maravillas como las de Alejo Carpentier, capaz de construir una narración al modo tradicional como El siglo de las luces como otra disparatada y casi distópica como El arpa y la sombra con la supuesta beatificación de Cristóbal Colón. Los ensayos de Fernando Aínsa y Seymour Menton me permitieron ser testigo de la fortaleza de la llamada “nueva novela histórica” y podía encontrar su teoría reflejada en grandes trabajos, a veces rebosantes de experimentalismo, como Noticias del Imperio de Fernando del Paso, La tragedia del Generalísimo de Denzil Romero o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Incluso advertir que además de por su ubicación en el pasado eran el punto de vista o la intencionalidad del autor necesarios para determinar si una novela era histórica, porque no era suficiente lo expresado por Georgy Lukacs en su fundamental ensayo: ubicar la novela en tiempo lejano que el autor no haya vivido ni conocido. Pero La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez, nacido en 1934 por lo que fue testigo de la época del dirigente argentino, desmontaba el argumento porque se había propuesto narrar desde una óptica distanciada y con distintos registros próximos a la crónica histórica. Había un fondo de estrategia literaria para definir el subgénero. Incluso podíamos vislumbrar dos tendencias vigentes: la tradicional y a veces arqueológica y la innovadora. Pero también descubrí que la novela histórica servía para cuestionar el presente -también presente en el Romanticismo en diferentes dosis-, como demuestran las novelas del dictador latinoamericano, que en España sirvieron para ahondar más en la agonía del franquismo. El pasado como medio de comprensión del presente, algo que me interesaba más que su reconstrucción fidedigna.

El caso es que de aquello podemos impartir un curso sobre las posibilidades del subgénero. Pero me horroricé cuando vi el éxito comercial de la novela histórica con una fórmula donde no hay una reflexión sino un trabajo extenuante de documentación para demostrar la superioridad intelectual del autor o su dominio sobre el lector, en las ocasiones más comerciales muy de Wikipedia o, al contrario, realizado por alguien que es historiador por encima de novelista (pobre Gore Vidal), olvidando que el lector de novela no debería leer un libro de historia porque al final acaba creyendo que la ficción es historia o viceversa. Eso desvirtúa la disciplina hasta dar a parar con un revisionismo mentiroso: nunca hay que confundir novela histórica con manual histórico. Pero más aún me distancié cuando la historia era un decorado solo al que viajar para no hincar el dedo en una problemática actual por conservadurismo o por ser políticamente correcto: un pretexto para contar historias de asesinos, thrillers, esoterismos, creencias o amoríos. Pero sin la corrosión ni la maestría de El perfume de Patrick Süskind. Cuando no, el relato de la antigüedad, digno de la especulación bañada de rigor histórico al aportar tanto dato que olvida la narración.

Diría que en el siglo XXI la novela histórica ha perdido su condición de adalid de la posmodernidad. Ya no cuestiona porque todo es interpretable y hay que desconfiar de las versiones que vienen dadas por cualquier poder o por la Historia como disciplina: adoctrina como un libro de historia, y a veces de postulados muy reaccionarios tomando por bandera el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, lo cual tiñe de nostalgia por una vuelta a épocas no siempre brillantes. Cuando no es una historia detectivesca, lo cual me exaspera porque no soy de los que leyeron El Quijote de joven sino aventuras de Sherlock Holmes y, si nos vamos al papel del receptor en la comunicación literaria, a la llamada Estética de la Recepción, es él quien considera o no el que su lectura es novela histórica porque lo que está interpretando en su proceso receptivo se ubica en un pasado que no conoció y que se imagina por las descripciones de las narraciones, los grabados o las películas. Y ya no hablemos de amores imposibles, porque entonces el romance pervierte la realidad. Por supuesto, historia negra con asesinatos, más una pizca de erotismo si es necesario, que eso hace rentable una novela y da apariencia de modernidad o de humanidad. Lo cierto es que se puede mentir deliberadamente o utilizar anacronismos en una novela histórica pero sin tratar de pasar por historia lo que es simplemente una novela: dejando claro el avance narrativo y un ritmo inherente al género. Y, por favor, pongan las digresiones en la narración, no como excurso metido con calzador.

Pero cuando un texto penetra en lo esotérico ya me pierdo del todo. Esos templarios, esas tablas de Flandes de Pérez-Reverte, todo un modelo de novela histórica del aburrimiento por sobrarle trescientas páginas a cada libro (sigo creyendo que su mejor narración histórica fue La sombra del águila, una nouvelle de poco más de cien páginas), esos códigos Da Vinci, esos manuscritos encontrados con secretos que cambiaron la historia, la especulación para generar confusión o teorías conspiratorias, esos piratas implicados en la lucha entre el bien y el mal, y esa Roma como ejemplo de traiciones, puñaladas traperas, celos, corrupción y actos que poco bien hablan de ella, y así justificar la ruindad que nos rodea, cuando no todo en Roma era como quiere un autor pero hay que dar una imagen de ella como espejo de nuestra sociedad de la podredumbre y las felonías. Está bien descubrir el pasado en la novela y penetrar en el pensamiento de los personajes pero sin caer en el anacronismo cuando se pretende ser arqueológico porque muchas veces los personajes parecen seres del siglo XXI y las apostillas a sus costumbres son meras poses de una intelectualidad más propia del estudio académico que de la construcción del discurso de la ficción. Cuando no nos rodea el mal de las biografías ficticias, que tanto desvirtúan un personaje y muchas veces lo falsean en lugar de ofrecerlo como ser humano, como pretenden. No todo son Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.

Por todo esto huí de la novela histórica actual. Solo hubiese faltado que Grey el de las sombras se  hubiese reencarnado en Giacomo Casanova. Encima, en las últimas que he leído he contemplado un retroceso hacia los esquemas de la narración histórica romántica. Mucha descripción y detalles, como si ahora nos hiciera falta que nos explicaran cómo era un circo romano o un castillo medieval cuando ya lo sabemos, con un alarde de erudición digresiva que tapa la diégesis novelística. Que Gil y Carrasco se extendiera en descripciones de lugares bercianos era entendible porque en la primera mitad del siglo XIX no existía el cine o el documental televisivo elaborado por historiadores ni los estudios habían avanzado como para que conociésemos láminas, monedas, vestigios arquitectónicos o inscripciones de épocas pretéritas. Cuando no se nos cuentan batallitas del abuelo donde debería importar menos la disposición de los ejércitos con su terminología en lugar de las sensaciones y pensamientos de los personajes cuando están en plena lucha o sus consecuencias.

Pero estas son opiniones personales. Intereses como lector que ha visto un renacimiento literario ilusionante derivado en mercadotecnia y auge comercial. He repetido oralmente que si Umberto Eco hubiese sabido que El nombre de la rosa con esa mezcla de subgéneros en un marco histórico tan magistralmente trazado, iba a tener tantos epígonos efímeros, no la habría escrito. Es una broma pero la hipérbole a veces está cerca de la realidad. Ya dijo Mario Benedetti que lo malo no era el pecado original sino su fotocopia. Y es lo ocurrido con la reciente novela histórica donde la historia entra imperial bañada de un tenue efecto de ficción novelística porque vende más que un ensayo o porque permite una especulación rayana en la ciencia-ficción.

Dicho todo esto, paso a comentar el libro El primer tetrarca de mi amigo Gregorio Muelas. Es  una persona que aprecio muchísimo. Compartimos tareas en una asociación literaria y admiro su impulso de la magnífica revista Crátera junto a “mi hermano”, como él le llama, José Antonio Olmedo López-Amor. Creo en su potencial creativo y en su capacidad impulsora en este ámbito tan difícil. Y ese potencial se advierte en su novela, que como narración histórica es interesante.

Se nota demasiado que Muelas es historiador. Y ese peso de la historia se manifiesta en el interés dominante por su reconstrucción del pasado. Es de alabar su enorme trabajo de documentación sobre una época oscura de la Roma antigua, así como su rigor en el uso de sus fuentes y su fidelidad a la realidad histórica. Disfrutará quien desee conocer el último cuarto del siglo III después de Cristo, con la anarquía militar y una nueva guerra civil en ciernes en el Imperio con la llegada al poder de Diocleciano, pacificador y creador de un nuevo sistema de gobierno, la tetrarquía, hasta llegar a la aparición de otro gran líder en la parte oriental del Imperio, Constantino. Hay que alabar que sea capaz de manejar tantos aspectos y la mejor bibliografía sustancial de la época y sobre la época.

También hay que alabar su pericia en la construcción, con una estructura ordenada en cuatro bloques, liber, encabezados por una ubicación espacial y temporal. Uno primero de la lucha de Constancio contra los pictos, y Constantino viajando a Britania a ayudarle. El segundo entre la muerte de Constancio en 306 y las campañas de Constantino en la frontera germana, en el que destaca su repudio a su esposa Minervina para desposar a la princesa Fausta, hija de Maximiano, y así consolidar su poder. Mucha intriga palaciega a lo Robert Graves. El tercero es una retrospección al año 305 y al palacio de Dalmacia donde Diocleciano se ha retirado. En Spalatum vive sus últimos días y realmente descubrimos que ahí es donde empezaba la novela si hubiese tenido un orden lineal de los acontecimientos. Y un cuarto libro con los episodios históricos de Majencio, el usurpador que utilizó la violencia para conseguir el trono y desestabilizar la tetrarquía. Todo para demostrar que el Imperio ya estaba en descomposición y amenazado por los pueblos bárbaros del limes. En cada capítulo, cartas privadas, el momento donde Muelas se acerca más al pensamiento individual de los personajes, una finalidad de la literatura epistolar. Todo rematado con un epílogo con una “Praelocutio”, preámbulo de la conclusión del primer tomo con remate de cenotafio con la inscripción “Roma entera es la tumba de Maximiano”, y una pieza teatral breve sobre la caída y muerte de Maximiano. Excelente conclusión dramática.

Y es esta conclusión dramática lo más acertado literariamente hablando. Porque es ficción en estado puro: la reconstrucción del enfrentamiento Constantino – Maximiamo por el poder. Porque parte de la novela no alcanza aire ni ritmo. Muelas, como historiador que es, se preocupa sobre todo por ser fiel a los documentos y reproducir hasta la saciedad elementos romanos, aunque invente ficciones. La escritura es demasiado rígida e impide una carrera de los acontecimientos. Ya pone en guardia tanta palabra liminar, una introducción de Juan Ramón Barat que resume tan bien la novela que permite situarnos en ella mejor que el propio discurso, y una “Praefatio” justificación de las razones de Firminiano para escribir los rollos por encargo de “mi señor, Constante”, hijo de Constantino el Grande. Más bien un trasunto del propio Gregorio Muelas, manifestando que ha tardado tres años en escribir esta historia, con apelación al lector in umbra incluida como remate.

No sé para qué aparece la Dramatis Personae del comienzo. No nos resulta necesaria y ya que las notas a pie de página son tan excesivas, podría haberse incluido la filiación de cada personaje en ellas en el momento de su aparición. O simplemente haber construido la narración con más habilidad a la hora de trazar las relaciones interpersonales. Tanto dato despista e impide lograr un ritmo de lectura novelístico.

Por otro lado, el carácter poético en determinados momentos de la prosa está muy bien. Pero de vez en cuando se escapa algún desliz. Ya al comienzo “se  había dejado sentir el claror de las primeras luces del alba rebotado en las brillantes aguas de aquel mar”. Con “claridad del alba con sus luces brillando en las aguas de aquel mar” era suficiente. ¿Y qué mar? Ahí podría decirse “el mar de Spalatum”, la actual ciudad croata de Split. Por eso, la perspectiva de tanta escritura en latín no acaba de funcionar, porque da la impresión de aprovechar cualquier resquicio para  dar una lección de conocimiento de civilización romana. Siempre se podría haber aprovechado la estrategia del manuscrito encontrado, hubiese sido lo fácil. Muelas lo ha eludido y decide ponerse como un cronista romano que se dirige a un lector de aquella Roma y lo respetamos.

Los acontecimientos se suceden y echamos de menos cierta profundidad en los personajes. No todo eran tramas y astucias o luchas contra los pueblos por domesticar. Sin embargo, se agradece la frescura de la escritura confesional, posiblemente el más acertado de los registros diversos utilizados. Está mucho más brillante Muelas cuando habla de motivaciones de los personajes que centrándose en descripciones de batallas.

El primer patriarca es un debut aceptable. Encantará a los amantes de la Historia pero no tanto a quienes creemos que la literatura potente radica en darle potencia a los personajes. Y esa fortaleza debe carecer de filtros que disminuyan su perceptibilidad como seres que existieron pero están siendo recreados desde la ficción para que los conozcamos mejor. Para leer Historia, acudo a un manual de Historia porque estará en su registro correcto. Para leer literatura, necesito inventio, aunque la dispositio y la elocutio sean brillantes.

Pero si le gusta la historia romana, lea este libro porque le resultará curioso conocer esos tumultuosos años por medio de una narración apasionante.Otra cuestión es lo que yo piense de un subgénero devaluado y maltratado.

J. V. Peiró