El trueno cae y se queda entre las hojas

viernes, 14 de enero de 2022

 

A propósito de la novela histórica

El primer tetrarca

Gregorio Muelas

Valencia, Olé Libros, 2021, 299 páginas.



Lo siento por mi amigo Gregorio Muelas, a quien aprecio y admiro, porque su novela El primer tetrarca me va a servir de pretexto para cuestionar un sugbénero literario que admiré como es el de la novela histórica. Pero no me interesa su deriva desde principios de este siglo. Si en los años ochenta padecí la enfermedad de la novela negra, en los noventa sufrí un ataque de novela histórica pero no tradicional sino transgresora: con más invención y ficción que historia porque las asignaturas de Historia que se estudiaban en la carrera de Filología ayudaban a distinguir las virtudes y las diferencias entre discurso histórico y discurso de recreación histórica.

Nadie me puede acusar de odiarla. Uno de los cursos de doctorado que elegí hace treinta años fue La novela histórico-romántica en España. Hay que ver cómo me interesa llegar a conocer personajes y sus aventuras en un marco del pasado. Pero dado mi ímpetu en los confines de lo juvenil, no permanecí leyendo y estudiando El señor de Bembibre de Gil y Carrasco, El doncel de don Enrique el Doliente de Larra o Sancho Saldaña de José de Espronceda, además de joyitas como Ni rey ni roque de Patricio de la Escosura o La conquista de Valencia por El Cid de mi olvidado paisano Estanislao de Cosca Vayo (o Kostka). Y, por supuesto, novelas extranjeras capitales como las de Walter Scott, Manzoni o Flaubert.

Pero no me quedé ahí. Viendo el giro que había dado al subgénero Umberto Eco en 1982 con El nombre de la rosa, me aproximé a sus nuevas características. Y sobre todo a la excelente novela histórica hispanoamericana, con ejemplos deslumbrantes sobre dictadores o maravillas como las de Alejo Carpentier, capaz de construir una narración al modo tradicional como El siglo de las luces como otra disparatada y casi distópica como El arpa y la sombra con la supuesta beatificación de Cristóbal Colón. Los ensayos de Fernando Aínsa y Seymour Menton me permitieron ser testigo de la fortaleza de la llamada “nueva novela histórica” y podía encontrar su teoría reflejada en grandes trabajos, a veces rebosantes de experimentalismo, como Noticias del Imperio de Fernando del Paso, La tragedia del Generalísimo de Denzil Romero o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Incluso advertir que además de por su ubicación en el pasado eran el punto de vista o la intencionalidad del autor necesarios para determinar si una novela era histórica, porque no era suficiente lo expresado por Georgy Lukacs en su fundamental ensayo: ubicar la novela en tiempo lejano que el autor no haya vivido ni conocido. Pero La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez, nacido en 1934 por lo que fue testigo de la época del dirigente argentino, desmontaba el argumento porque se había propuesto narrar desde una óptica distanciada y con distintos registros próximos a la crónica histórica. Había un fondo de estrategia literaria para definir el subgénero. Incluso podíamos vislumbrar dos tendencias vigentes: la tradicional y a veces arqueológica y la innovadora. Pero también descubrí que la novela histórica servía para cuestionar el presente -también presente en el Romanticismo en diferentes dosis-, como demuestran las novelas del dictador latinoamericano, que en España sirvieron para ahondar más en la agonía del franquismo. El pasado como medio de comprensión del presente, algo que me interesaba más que su reconstrucción fidedigna.

El caso es que de aquello podemos impartir un curso sobre las posibilidades del subgénero. Pero me horroricé cuando vi el éxito comercial de la novela histórica con una fórmula donde no hay una reflexión sino un trabajo extenuante de documentación para demostrar la superioridad intelectual del autor o su dominio sobre el lector, en las ocasiones más comerciales muy de Wikipedia o, al contrario, realizado por alguien que es historiador por encima de novelista (pobre Gore Vidal), olvidando que el lector de novela no debería leer un libro de historia porque al final acaba creyendo que la ficción es historia o viceversa. Eso desvirtúa la disciplina hasta dar a parar con un revisionismo mentiroso: nunca hay que confundir novela histórica con manual histórico. Pero más aún me distancié cuando la historia era un decorado solo al que viajar para no hincar el dedo en una problemática actual por conservadurismo o por ser políticamente correcto: un pretexto para contar historias de asesinos, thrillers, esoterismos, creencias o amoríos. Pero sin la corrosión ni la maestría de El perfume de Patrick Süskind. Cuando no, el relato de la antigüedad, digno de la especulación bañada de rigor histórico al aportar tanto dato que olvida la narración.

Diría que en el siglo XXI la novela histórica ha perdido su condición de adalid de la posmodernidad. Ya no cuestiona porque todo es interpretable y hay que desconfiar de las versiones que vienen dadas por cualquier poder o por la Historia como disciplina: adoctrina como un libro de historia, y a veces de postulados muy reaccionarios tomando por bandera el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, lo cual tiñe de nostalgia por una vuelta a épocas no siempre brillantes. Cuando no es una historia detectivesca, lo cual me exaspera porque no soy de los que leyeron El Quijote de joven sino aventuras de Sherlock Holmes y, si nos vamos al papel del receptor en la comunicación literaria, a la llamada Estética de la Recepción, es él quien considera o no el que su lectura es novela histórica porque lo que está interpretando en su proceso receptivo se ubica en un pasado que no conoció y que se imagina por las descripciones de las narraciones, los grabados o las películas. Y ya no hablemos de amores imposibles, porque entonces el romance pervierte la realidad. Por supuesto, historia negra con asesinatos, más una pizca de erotismo si es necesario, que eso hace rentable una novela y da apariencia de modernidad o de humanidad. Lo cierto es que se puede mentir deliberadamente o utilizar anacronismos en una novela histórica pero sin tratar de pasar por historia lo que es simplemente una novela: dejando claro el avance narrativo y un ritmo inherente al género. Y, por favor, pongan las digresiones en la narración, no como excurso metido con calzador.

Pero cuando un texto penetra en lo esotérico ya me pierdo del todo. Esos templarios, esas tablas de Flandes de Pérez-Reverte, todo un modelo de novela histórica del aburrimiento por sobrarle trescientas páginas a cada libro (sigo creyendo que su mejor narración histórica fue La sombra del águila, una nouvelle de poco más de cien páginas), esos códigos Da Vinci, esos manuscritos encontrados con secretos que cambiaron la historia, la especulación para generar confusión o teorías conspiratorias, esos piratas implicados en la lucha entre el bien y el mal, y esa Roma como ejemplo de traiciones, puñaladas traperas, celos, corrupción y actos que poco bien hablan de ella, y así justificar la ruindad que nos rodea, cuando no todo en Roma era como quiere un autor pero hay que dar una imagen de ella como espejo de nuestra sociedad de la podredumbre y las felonías. Está bien descubrir el pasado en la novela y penetrar en el pensamiento de los personajes pero sin caer en el anacronismo cuando se pretende ser arqueológico porque muchas veces los personajes parecen seres del siglo XXI y las apostillas a sus costumbres son meras poses de una intelectualidad más propia del estudio académico que de la construcción del discurso de la ficción. Cuando no nos rodea el mal de las biografías ficticias, que tanto desvirtúan un personaje y muchas veces lo falsean en lugar de ofrecerlo como ser humano, como pretenden. No todo son Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.

Por todo esto huí de la novela histórica actual. Solo hubiese faltado que Grey el de las sombras se  hubiese reencarnado en Giacomo Casanova. Encima, en las últimas que he leído he contemplado un retroceso hacia los esquemas de la narración histórica romántica. Mucha descripción y detalles, como si ahora nos hiciera falta que nos explicaran cómo era un circo romano o un castillo medieval cuando ya lo sabemos, con un alarde de erudición digresiva que tapa la diégesis novelística. Que Gil y Carrasco se extendiera en descripciones de lugares bercianos era entendible porque en la primera mitad del siglo XIX no existía el cine o el documental televisivo elaborado por historiadores ni los estudios habían avanzado como para que conociésemos láminas, monedas, vestigios arquitectónicos o inscripciones de épocas pretéritas. Cuando no se nos cuentan batallitas del abuelo donde debería importar menos la disposición de los ejércitos con su terminología en lugar de las sensaciones y pensamientos de los personajes cuando están en plena lucha o sus consecuencias.

Pero estas son opiniones personales. Intereses como lector que ha visto un renacimiento literario ilusionante derivado en mercadotecnia y auge comercial. He repetido oralmente que si Umberto Eco hubiese sabido que El nombre de la rosa con esa mezcla de subgéneros en un marco histórico tan magistralmente trazado, iba a tener tantos epígonos efímeros, no la habría escrito. Es una broma pero la hipérbole a veces está cerca de la realidad. Ya dijo Mario Benedetti que lo malo no era el pecado original sino su fotocopia. Y es lo ocurrido con la reciente novela histórica donde la historia entra imperial bañada de un tenue efecto de ficción novelística porque vende más que un ensayo o porque permite una especulación rayana en la ciencia-ficción.

Dicho todo esto, paso a comentar el libro El primer tetrarca de mi amigo Gregorio Muelas. Es  una persona que aprecio muchísimo. Compartimos tareas en una asociación literaria y admiro su impulso de la magnífica revista Crátera junto a “mi hermano”, como él le llama, José Antonio Olmedo López-Amor. Creo en su potencial creativo y en su capacidad impulsora en este ámbito tan difícil. Y ese potencial se advierte en su novela, que como narración histórica es interesante.

Se nota demasiado que Muelas es historiador. Y ese peso de la historia se manifiesta en el interés dominante por su reconstrucción del pasado. Es de alabar su enorme trabajo de documentación sobre una época oscura de la Roma antigua, así como su rigor en el uso de sus fuentes y su fidelidad a la realidad histórica. Disfrutará quien desee conocer el último cuarto del siglo III después de Cristo, con la anarquía militar y una nueva guerra civil en ciernes en el Imperio con la llegada al poder de Diocleciano, pacificador y creador de un nuevo sistema de gobierno, la tetrarquía, hasta llegar a la aparición de otro gran líder en la parte oriental del Imperio, Constantino. Hay que alabar que sea capaz de manejar tantos aspectos y la mejor bibliografía sustancial de la época y sobre la época.

También hay que alabar su pericia en la construcción, con una estructura ordenada en cuatro bloques, liber, encabezados por una ubicación espacial y temporal. Uno primero de la lucha de Constancio contra los pictos, y Constantino viajando a Britania a ayudarle. El segundo entre la muerte de Constancio en 306 y las campañas de Constantino en la frontera germana, en el que destaca su repudio a su esposa Minervina para desposar a la princesa Fausta, hija de Maximiano, y así consolidar su poder. Mucha intriga palaciega a lo Robert Graves. El tercero es una retrospección al año 305 y al palacio de Dalmacia donde Diocleciano se ha retirado. En Spalatum vive sus últimos días y realmente descubrimos que ahí es donde empezaba la novela si hubiese tenido un orden lineal de los acontecimientos. Y un cuarto libro con los episodios históricos de Majencio, el usurpador que utilizó la violencia para conseguir el trono y desestabilizar la tetrarquía. Todo para demostrar que el Imperio ya estaba en descomposición y amenazado por los pueblos bárbaros del limes. En cada capítulo, cartas privadas, el momento donde Muelas se acerca más al pensamiento individual de los personajes, una finalidad de la literatura epistolar. Todo rematado con un epílogo con una “Praelocutio”, preámbulo de la conclusión del primer tomo con remate de cenotafio con la inscripción “Roma entera es la tumba de Maximiano”, y una pieza teatral breve sobre la caída y muerte de Maximiano. Excelente conclusión dramática.

Y es esta conclusión dramática lo más acertado literariamente hablando. Porque es ficción en estado puro: la reconstrucción del enfrentamiento Constantino – Maximiamo por el poder. Porque parte de la novela no alcanza aire ni ritmo. Muelas, como historiador que es, se preocupa sobre todo por ser fiel a los documentos y reproducir hasta la saciedad elementos romanos, aunque invente ficciones. La escritura es demasiado rígida e impide una carrera de los acontecimientos. Ya pone en guardia tanta palabra liminar, una introducción de Juan Ramón Barat que resume tan bien la novela que permite situarnos en ella mejor que el propio discurso, y una “Praefatio” justificación de las razones de Firminiano para escribir los rollos por encargo de “mi señor, Constante”, hijo de Constantino el Grande. Más bien un trasunto del propio Gregorio Muelas, manifestando que ha tardado tres años en escribir esta historia, con apelación al lector in umbra incluida como remate.

No sé para qué aparece la Dramatis Personae del comienzo. No nos resulta necesaria y ya que las notas a pie de página son tan excesivas, podría haberse incluido la filiación de cada personaje en ellas en el momento de su aparición. O simplemente haber construido la narración con más habilidad a la hora de trazar las relaciones interpersonales. Tanto dato despista e impide lograr un ritmo de lectura novelístico.

Por otro lado, el carácter poético en determinados momentos de la prosa está muy bien. Pero de vez en cuando se escapa algún desliz. Ya al comienzo “se  había dejado sentir el claror de las primeras luces del alba rebotado en las brillantes aguas de aquel mar”. Con “claridad del alba con sus luces brillando en las aguas de aquel mar” era suficiente. ¿Y qué mar? Ahí podría decirse “el mar de Spalatum”, la actual ciudad croata de Split. Por eso, la perspectiva de tanta escritura en latín no acaba de funcionar, porque da la impresión de aprovechar cualquier resquicio para  dar una lección de conocimiento de civilización romana. Siempre se podría haber aprovechado la estrategia del manuscrito encontrado, hubiese sido lo fácil. Muelas lo ha eludido y decide ponerse como un cronista romano que se dirige a un lector de aquella Roma y lo respetamos.

Los acontecimientos se suceden y echamos de menos cierta profundidad en los personajes. No todo eran tramas y astucias o luchas contra los pueblos por domesticar. Sin embargo, se agradece la frescura de la escritura confesional, posiblemente el más acertado de los registros diversos utilizados. Está mucho más brillante Muelas cuando habla de motivaciones de los personajes que centrándose en descripciones de batallas.

El primer patriarca es un debut aceptable. Encantará a los amantes de la Historia pero no tanto a quienes creemos que la literatura potente radica en darle potencia a los personajes. Y esa fortaleza debe carecer de filtros que disminuyan su perceptibilidad como seres que existieron pero están siendo recreados desde la ficción para que los conozcamos mejor. Para leer Historia, acudo a un manual de Historia porque estará en su registro correcto. Para leer literatura, necesito inventio, aunque la dispositio y la elocutio sean brillantes.

Pero si le gusta la historia romana, lea este libro porque le resultará curioso conocer esos tumultuosos años por medio de una narración apasionante.Otra cuestión es lo que yo piense de un subgénero devaluado y maltratado.

J. V. Peiró


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