El trueno cae y se queda entre las hojas

lunes, 31 de enero de 2011

La plaza como centro de la vida: "Las manos vacías" de Jacobo Rauskin

No vamos a insistir en la idea de que Jacobo Rauskin es uno de los poetas paraguayos por antonomasia, lo cual es como decir que es uno de los grandes autores latinoamericanos. Es un ejemplo de guerra entre poesía y mercado, donde se impone el lema de “si vendes o te vendes, editas”. Su pureza literaria está fuera de dudas y quizá por ello nos permite seguir confiando en la poesía, un género donde abundan los amiguismos, los favores mutuos y las manías personales extraliterarias, por desgracia.    

He reseñado todas las últimas obras de Jacobo Rauskin. Y lo seguiré haciendo con las siguientes porque su poesía es  la crónica de la realidad actual y espejo de la ideología reinante en nuestra sociedad: el escepticismo. Seguiré creyendo en su verso porque es el dibujo de nuestra vida, en Paraguay o en Europa. Así lo rubrica su último libro publicado hace unos meses, titulado Las manos vacías; una obra maestra del verso pulido y declarativo.    

En realidad, la obra no ofrece ningún giro en la trayectoria estética de Rauskin. Nada nuevo, lo cual para el crítico mediocre es signo de falta de valor. “Nada nuevo” no significa exención de calidad. Puede significar intensificación de un estilo y de una temática, como en el caso de Las manos vacías. La negatividad que algunos otorgarían a este concepto en el caso de Rauskin no solo es un rasgo positivo, sino una significación de riqueza lírica y crecimiento del verso. Y sobre todo de coherencia literaria. Aquí Rauskin purifica aún más su obsesión por ser un dibujante callejero, como se titula uno de sus poemarios. Esta vez toma la plaza como alegoría del universo; el ágora donde se conversaba en el mundo antiguo. Sin embargo, no es un lugar de charla en la escena lírica de nuestro autor: es un pequeño universo de la reivindicación que acabará muriendo. Son manos vacías instaladas en un espacio público en reclamo de justicia y reivindicando una dignidad humana olvidada por la sociedad.    

Rauskin no está reivindicando más que la dignidad del ser humano. No está dando razón a esas gentes acampadas en la plaza pública, que incluso han desplazado de su lugar de “trabajo” a las prostitutas. Está haciendo gala de la necesidad de recuperar el espacio público, frente a esa vida individualizada en la que nos manejamos. Aunque sea recuperarlo para reivindicar. Los labriegos de la tierra fueron sustituidos por los obreros sin fábrica: el caso es que siempre existirá un problema económico, sea el país rural o fabril. Solo la plaza acoge el pálpito nacional y los sentimientos de las gentes. “Ya no se prohíbe pisar el césped”, rezan los dos primeros versos del libro repetidos en varias ocasiones en “la plaza como centro de vida posible”, que es el espacio metaforizado centro del poemario.    

Los recursos habituales de Rauskin se intensifican en este poemario: digamos que los limpia para ofrecer mayor musicalidad o una perfección de su semántica lírica. Las aliteraciones fónicas (“rapsoda rabelero”), paronomasias, onomatopeyas, la musicalidad, las disposiciones anafóricas de algunos versos, con la puesta en marcha de estructuras sintácticas paralelísticas que infieren un aliento intensificador al discurso versificado, la rima y el verso libre mezclándose, e incluso cierto prosaísmo, bailan entre la pérdida progresiva de esperanza. Quizá en este poemario no encontremos el Rauskin más escéptico de su obra precisamente. Pero también diremos que el escepticismo se adivina como idea de antemano: sabemos que el autor nos va a ofrecer un universo variopinto, lleno de caracteres populares que de forma coral constituyen todo un mundo disperso y a veces oculto, hasta que decide ocupar la plaza. La vendedora de frutas, el tranvía, la Ferretería Ferreira (tremenda ironía con palabras enraizadas), las partidas de ajedrez, los árboles testigos del paso del tiempo… un fresco paisajístico de la realidad de un país, pero también universal dado que la desesperanza de un mundo en crisis se ha apoderado de nosotros. Quizá el poema 28, el que comienza “¿Dónde estoy? ¿Qué?” resume muy bien el desconcierto de nuestra vida.    

La ironía rauskiniana fundamentada en los juegos de palabras sigue viva. Sus magníficos versos “Quieren parlamentar. / Envían un embajador / con plenipotenciaria impotencia” (p. 29), demuestran el absurdo existente. Porque el mundo es así, donde “el rabeleo rabelea la historia a su manera” (p. 45). Toda la subjetividad reinante se desvanece. Y para finalizar, con cierta sorna, el autor nos dedica un soneto con una sextilla añadida, lo cual resulta aparentemente una manera de ir más allá de la métrica tradicional demostrando su dominio, además de reivindicar su contenido de manera metaliteraria.    

Un gran poemario. Con un ordenamiento perfecto de las composiciones. De nuevo un Rauskin grandioso y dominador del oficio poético. Pero también ese perfecto dibujante callejero cada día más impactante que ha pasado del retrato paisajístico al panorámico con una expresividad fundamentada en el juego de la palabra. Si el texto de la contraportada del libro nos sitúa el poemario entre la resignación y la esperanza, sí que diremos que en este trabajo nuestro autor no es tan escéptico como en los anteriores; no se observa un pesimismo derivado de que la salvación se logra gracias al descreimiento vital. Quizá es que Rauskin confía en ese hombre capaz de tomar la plaza pública y expresar sus deseos de vivir, de reivindicar, de luchar por su dignidad. Aunque el hombre vuelve con sus manos vacías: pero ha valido la pena salir a la vida al aire libre.    

Quizá lo más conveniente sea seguir disfrutando de la poesía de Rauskin. Sus trabajos nos devuelven la confianza en este género tan maltratado por la sociedad, pero también por los propios poetas con su incapacidad de llegarnos al corazón o al cerebro. Esta vida nuestra tan prosaica necesita una buena inyección de poesía. Poesía antiendogámica. Poesía de verdad; no lamentos ni experiencias vacuas y desprovistas de identificación posible, ni guerras entre poetas cuyas diferencias no las perciben más que ellos mismos.    

Nos hace falta más poesía como la de Jacobo Rauskin.

José Vicente Peiró Barco    

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